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Seráficos y torpes

EDUARDO URIARTE ROMEROLa única mención a la política que hace el lehendakari en su manifiesto sobre la paz buzoneado en todos los hogares es a la política penitenciaria. No caben ya sorpresas, el manifiesto es el llamamiento acostumbrado a la moral, la ética y a las buenas intenciones, hablando de la legitimidad de todas las ideas cuando se sabe lo peligroso que es eso, porque hay ideas como el racismo, el machismo, la perversión de menores, el nacionalismo en general, que no tienen ninguna legitimidad. Menos mal que estamos dentro de un Estado de derecho, porque su Gobierno es más débil que el de Kerenski. Es decir, menos mal que estamos en España, porque si estuviéramos fuera, ETA hubiera tomado Ajuria Enea con patatas fritas. Es tal el discurso del lehendakari, tan incoherente y subversivo, que deja indefenso y desvalido a cualquier individuo, más aún al que le queda memoria del fascismo.

Un poder, el autonómico, debilitado, fracasado y en minoría, suele ser en el plano de la política -plano al que todavía no ha accedido el lehendakari- causa de inestabilidad que favorece y anima la violencia. Se echa de menos al lehendakari, al representante político de todos los vascos, que adopte decisiones políticas y no que haga discursos morales. Se echa de menos la decisión de convocar elecciones, convocatoria que facilite la reconstrucción del poder político vasco para impulsar la convivencia y la paz. Pero de eso no hace mención nuestro seráfico y acrático lehendakari, que recuerda la figura de aquel rey bávaro, el rey loco, que no quería ser rey.

En el manifiesto de paz citado la política sólo se encuentra sobreentendida, como la cesión que la ciudadanía no afecta al nacionalismo debe asumir para dar solución al "conflicto". Objetivo y fin vano, no porque los desafectos no hayan cedido ya todo y no vayan a ceder más, sino porque el que haya usado la violencia como lo ha hecho ETA, saltando todas las barreras, nunca le pondrá fin, nunca la podrá parar (dicho con más precisión), a no ser por agotamiento. Para colmo, el nacionalismo moderado no deja de exponer o sugerir concesiones políticas, victorias, que legitima lo que hasta la fecha el terrorismo ha realizado. Cuando ETA consiga todos los objetivos buscará otros nuevos para garantizar la supremacía de la violencia.

Este pacifismo acrático del lehendakari, con la interesada postura de que todo lo que caiga caerá del lado nacionalista (aunque esté envenenado), supone el sumidero de todos los avances políticos y sociales que la modernidad nos ofrece; una modernidad arrancada con muchos sacrificios a la España negra, la pintada por Goya, y a la que la Euskal Herria irredenta no quiere renunciar. No es sólo que el manifiesto del lehendakari lo revuelva todo, es que lo revuelve para algo imposible: integrar a ETA en la paz. Debiera Ibarretxe actuar como político: si cree que el Estatuto no sirve y cree en la autodeterminación, que la proponga en su programa electoral y convoque elecciones, en vez de propiciar, bajo la excusa de movilización social por la paz, la solapada rendición ante ETA.

Ya está bien que con la excusa de responder a ETA y llamando a la movilización social se introduzca el discurso partidista de cada formación. En el caso de la llamada de Ibarretxe es claro, pero en la del PP, aunque sea estatutaria y constitucionalista, también. Uno no puede ser constitucionalista y estatutario si dice que nadie lo es más que él. El cuestionario que remitió al PSOE, en el rifirrafe del diálogo y del pacto antiterrorista, era humillante para éste y para cualquiera. Menos mal que, ante el aluvión de problemas que en cascada le están sobrepasando, el Gobierno del PP ha sabido darle un tono de seriedad a ese posible pacto, modulando posiblemente que una cosa es mandar al PNV a la oposición y otra empujarlo al monte.

Un poco de coherencia y tranquilidad. Que el lehendakari ejerza de presidente de un Gobierno y no de San Francisco de Asís. Que el PP busque apoyo en el PSOE y no trate de tirarlo a la cuneta buscando explicar a la opinión pública que el único constitucionalista y estatutario firme -"desde siempre", como gustan apuntillar los nacionalistas- es el partido de Aznar. Y que los socialistas vascos arreglen su casa.Mira, Nicolás, ¡que viene Maragall!

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