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Tribuna
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Marzanares

Lo dijo Pompeyo y lo contó Plutarco, ahí no hubo secreto: "Navegar es necesario, vivir no lo es". Un extraordinario contemporáneo, Alberto Corazón, lo estira con certeza: "Ha sido siempre el impulso natural del hombre libre", en el prólogo del catálogo que nos enrola en una curiosa y divertida exposición que los madrileños podrán visitar, hasta el 20 de diciembre, en la sala del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid. Un enclave céntrico, la calle de Piamonte, cerca del paseo de Recoletos. El pormenor lo han desmenuzado los diarios: "Madrid marítimo", cómo habríamos soñado la ciudad de haber tenido la imaginación del pintor Enrique Cavestany y el arrebato literario de otro pintor, Máximo, cuyos editoriales gráficos -así eran los dibujos de otro antecesor, Lorenzo Goñi- aparecen cada día en la página impar de este diario.Treinta y cuatro amorosos y salados cuadros, otras tantas apostillas literarias para mostrar una versión del Madrid de nuestros pecados y nuestra sequía: el mar de Madrid, la mar salada, mecachis en la mar, la orilla fronteriza de los barrios, la corriente que saca el pecho de sus viajes de agua, la memoria lacustre, quizá oceánica, de esta reseca tierra adentro.

En lugar de tanto amigo melancólico de la capa, debería haber asociaciones para promocionar el chubasquero, que exigieran, se manifestasen y cortaran la circulación para solicitar de los perezosos y remisos poderes públicos que Madrid llegue a ser el puerto de mar que queremos buena parte de los habitantes. Algo se ha hecho en el pasado, ahí está tendida la Red de San Luis, tan fantasmagórica como esta pretensión. Figura en el callejero, en la voluntad de seis u ocho líneas de autobuses, y, sin embargo, es una existencia virtual, porque se trata de un cruce de calles, sin categoría de plaza ni denominación explícita, caladero de isidros y catetos.

Madrid ribereño, litoral, es el que nos regalan Máximo y Cavestany en una recreación fantasmagórica de la que, pudorosamente, están excluidas las figuras humanas. Misteriosos navíos de velamen preñado por el viento del Guadarrama, bergantines, goletas, un tres palos que deriva airoso por la calle de Alcalá, con la vela almidoná, a sotavento de la iglesia de San José, lacios los foques. A estribor se le llega, por la Gran Ría, un submarino nuclear, quizá prófugo de la Roca gibraltareña. Más hacia el norte, el amplio malecón de Callao, con su nostalgia de famélica derrota e ínfulas de próspero puerto mercante.

Un Madrid que se hace futurista en el espacioso Estrecho de la Castellana, como una populosa villa hanseática por la que los navíos guardan la mano izquierda, que está mandado, por tierra y por la mar, para resguardarse del enemigo, que solía venir por la derecha. El estuario de Cibeles nos muestra a la diosa, parecida a un surfista anticuado, empequeñecida ante la tarta arquitectónica del Palacio de Comunicaciones, esa lonja que sobrevive como una de las edificaciones menos funcionales del mundo, de la que podemos sentirnos orgullosos por el mismo precio.

Cavestany y Máximo nos pilotan por una ciudad dogaresa, de la que omiten, creo, el parque del Retiro y el Botánico, quizá frondosos cementerios marinos merecedores de otro tratamiento. Aguas domesticadas lamen los palacios ducales del Casón, la Academia, el entorno del último y longevo de los Austrias, Felipe IV, con los bastardeados Jerónimos al fondo. Y el recinto militar del erróneamente desahuciado Museo del Ejército, cerca de un puente que está entre el hipo y el suspiro. La carolingia Puerta de Alcalá no se sabe si emerge o está a punto de hundirse en el piélago cuesta abajo, y allí se balancean varias lanchas con los remos ocultos y fluye un cauce sin semáforos, y lo que es peor, sin los cafés de antaño.

El lápiz de un pintor provoca al otro pintor, y ambos se embarcan en la incitación seductora de las sirenas imaginativas, para anegar Madrid en la salada fantasía del Marzanares, que ha engullido al vergonzante río.

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El bello y dulzón barroco del Puente de Toledo semeja un amurallado paseo marítimo, rompeolas de trigales, frontera de los peces y de la morisma.

Una muestra fantástica donde ensimismarnos y pasar la tarde.

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