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Las atmósferas de color de Mark Rothko habitan el espacio de la Fundación Miró

El centro barcelonés presenta la mayor antológica del artista celebrada en España

"Un cuadro vive por compañerismo y se expande y aviva a los ojos del observador sensible. Muere por la misma razón. Es, por tanto, un acto peligroso e insensible el exponerlo al mundo". Lo escribió en 1947 Mark Rothko, uno de los grandes pintores que ha dado el siglo y el autor de las 83 obras que la Fundación Miró de Barcelona expone al mundo sensible e insensible a partir de mañana y hasta el próximo 28 de enero. La exposición, que quiere enfatizar el afán del artista por crear espacios y atmósferas con el color, es la mayor antológica de Rothko celebrada en España.

El 25 de febrero de 1970, Mark Rothko, nacido Marcus Rothkowithz 69 años antes en la ciudad rusa de Dvinsk, se suicidó en su estudio neoyorquino. Hay múltiples teorías al respecto y cierta coincidencia sobre su carácter melancólico y depresivo, agravado tal vez por la reciente separación de su segunda esposa, serios problemas de salud y, dicen los que lo conocieron, una profunda insatisfacción por el rumbo que iba tomando el mundo del arte, un entorno en el que había tenido un activo papel desde los años treinta, cuando formó parte de la mítica generación de expresionistas abstractos que convirtieron Nueva York en la meca del arte y en cierta manera acabó representándola. Este último punto no es baladí en un artista apasionado y obsesivo, azote de críticos y tan convencido del poder trascendental de su pintura que exigía condiciones draconianas para poder exhibirla y se negaba a venderla si pensaba que iba a caer en malas manos. Teniendo en cuenta cómo han evolucionado las cosas en el mercado del arte, es lógico que no pudiera soportarlo.Pese a que siempre ha gozado del fervor popular, sobre todo de quienes han tenido la oportunidad de experimentar el efecto que algunas obras del artista provocan en el ánimo del observador atento, la recepción crítica de la obra de Rothko ha variado con los años y, para horror del artista, sus cuadros han sido vistos también como especialmente decorativos por la evidente belleza y armonía de los colores utilizados. Con todo, en la última década se ha vivido un feliz renacimiento que se materializa, por ejemplo, en nuevas biografías, la publicación del catálogo razonado de sus pinturas, la organización de una antológica que hace dos años pudo verse en Washington, Nueva York y París, y la reciente restauración de algunas de sus obras más emblemáticas, como la Rothko Chapel de Houston, considerada su testamento artístico ya que se inauguró un año después de su muerte.

La exposición que ahora organiza la Fundación Miró en colaboración con la Fundación Beyeler de Basilea, donde se presentará entre febrero y abril del próximo año, es en este sentido totalmente oportuna. Reúne un conjunto de 83 obras datadas entre 1935 y 1969 procedentes de algunos de los más prestigiosos museos internacionales y también de las colecciones particulares de los dos hijos del artista. Pese a su envergadura, la exhibición, que cuenta con el patrocinio de la Fundación BBVA, no tiene un estricto carácter antológico, sino que se centra en el interés que sentía Rothko por crear espacios más que por representarlos.

En este sentido, las estrellas de la exposición son sin duda las pinturas que el artista realizó para que fueran exhibidas conjuntamente con objeto de crear una atmósfera que absorbiera por completo al visitante. Todas ellas pertenecen ya a lo que se considera el periodo clásico de Rothko, es decir, aquel en el que había abandonado toda referencia figurativa y organizaba sus cuadros, de grandes dimensiones, con amplias franjas horizontales de colores situadas paralelamente entre sí y con los bordes evanescentes, lo que otorga cierta vibración a la pintura y el color parece flotar en un espacio mágico. Estas características comenzaron a definir su pintura aproximadamente hacia 1948 y, con múltiples variantes y algunas excepciones, se mantuvieron hasta su muerte. Si bien estas obras son el núcleo principal de la exposición, ésta también incluye una selección de sus primeras obras, como las conocidas escenas de metro, las pinturas de inspiración surrealista y temática mitológica, y las primeras abstracciones multiformes, preludio de sus posteriores "campos de colores", que lo elevarían al Olimpo del siglo XX.

Murales envolventes

Rothko decía que lo que él hacía no eran pinturas, sino que buscaba crear espacios. Pese a que esto puede aplicarse a muchas de sus obras del periodo clásico, tuvo pocas oportunidades de actuar realmente en un entorno arquitectónico. En la Fundación Miró pueden verse algunas de las obras que configuraron espacios Rothko. Entre ellas, tres de las pinturas que formaron parte, en 1955, de la primera individual del artista en la Sidney Janis Gallery de Nueva York, en cuyo montaje intervino personalmente, de manera que las obras, de gran formato, cubrían por completo las paredes y se presentaban con una iluminación muy tenue. También se exhiben tres de las cuatro pinturas de la Rothko Room de la Philips Collection, de Washington, uno de los murales Seagram -parte de un encargo para decorar un restaurante de lujo que el artista acabó rechazando- y, sobre todo, los cinco murales envolventes que el artista pintó en 1961 para el Holyoke Center de la Universidad de Harvard, construido por Sert.

Estos murales tienen la doble peculiaridad de ser de los pocos cuadros en los que las franjas de colores de sus cuadros son verticales en lugar de horizontales y de mostrar cómo el uso equivocado de un pigmento y el paso del tiempo modificaron por completo el color. Originalmente, tal como puede apreciarse en los dibujos preparatorios, que también se exhiben, el fondo de los cuadros era rojo, pero ahora este color sólo permanece en uno de ellos y el resto oscila entre el gris y casi el negro. Colores que, por otra parte, fueron los que más utilizó en los últimos años de su atormentada vida.

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