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Periodismo en tiempos sombríos

La pretensión de adueñarse de la realidad y conformarla de acuerdo a proyectos personales o colectivos responde a un viejo sueño que a lo largo de historia ha dado lugar a grandes esperanzas y a sonados fracasos. Una aspiración más modesta ha consistido en apropiarse de la imagen que se transmite de la realidad en la creencia de que sólo existe -o, si se prefiere, sólo adquiere consistencia y genera consecuencias- aquello que trasciende a la opinión pública. En su versión más cruda, la experiencia se ha llevado al límite en las dictaduras en las que al poder le resulta más sencillo cambiar el relato de la realidad que ocuparse por mejorarla. En este caso, la creación de una existencia virtual a nadie engaña pero se sostiene en la imposibilidad del receptor de protestar el mensaje que se crea por acción u omisión.En un país que se mueve entre la trascendencia ontológica de sus intelectuales y el quehacer de una población ocupada en sus asuntos, donde ilustres autores argumentan en contra de la instauración de la dinastía de los borbones en 1700 oponiendo las virtudes de la monarquía austrohúngara, pese a que a ésta le aguardaban 167 años para nacer, resulta reconfortante, por concreta, la lectura de un libro de reciente aparición, La prensa durante el franquismo. Es su autor el profesor de Enrique Bordería y lo ha editado el CEU San Pablo en vísperas de mudar de nombre -y cabe esperar que no la trayectoria de los estudios que promueve sobre la historia de la comunicación-.

Además de relatarnos cómo les fue a periódicos, empresas y periodistas en Valencia a partir de 1939, Bordería explica con una excelente documentación el modo de funcionar del Ministerio de Información y Turismo en el empeño de modelar la imagen de la realidad que convenía transmitir a la sociedad. Diariamente y durante las veinticuatro horas del día, el delegado provincial del ministerio podía recibir de la Dirección General de Prensa, radicada en Madrid, las instrucciones destinadas a los diarios y al Servicio de Inspección, esto es, a la censura. Los despachos incluían las indicaciones más dispares acerca del lenguaje, los acontecimientos o las decisiones gubernativas. Así, a los periódicos se les prohibió publicar noticias sobre la elevación de precios autorizada a los establecimientos de hostelería en 1957 y en el caso de las tarifas ferroviarias debía hablarse de "reajuste". Después del plan de estabilización en 1959 los diarios podían comunicar la nueva paridad de la peseta respecto al dólar pero "en ningún caso" debían emplearse las expresiones "devaluación" o "desvalorización" que menoscabaran la confianza en la situación española. Todavía en 1961 las directrices recordaban a los periódicos que no podían emplear la expresión "guerra civil" para referirse a lo que había sido una "Guerra de Liberación" o la "Cruzada". Las consignas -eterna obsesión por el cuerpo- prohibían publicar anuncios de bañadores "con señoras dentro" o establecían el tratamiento discreto que debía dispensarse en 1958 a un viaje de don Juan Carlos -en donde se estipulaba el tamaño de las fotos que, caso de haberlas, nunca se darían en portada- y en 1960 hasta se prohibía a diarios, revistas y radios comentar el partido de fútbol que iban a disputar España y Rusia ni dar siquiera las alineaciones de las selecciones.

Nada existía ante la opinión pública que no fuera debidamente controlado. Ante la firma del acuerdo con los Estados Unidos de 1955, el ministerio instruyó a sus delegados de prensa: "Prohíba periódicos de su provincia hablar sobre bases americanas en España. Debe utilizarse expresión, bases de utilización conjunta con España y Estados Unidos". Son apenas una pequeña muestra de las tantas indicaciones que serían sólo ridículas si no hubieran significado la supresión de un derecho fundamental. Pero la instrucción gubernativa que he hallado más inquietante es aquella que en 1960 prohibía informar "sobre posible pérdida de un submarino español que era remolcado hacia el Ferrol para ser desguazado", pues la utilización por el censor de la expresión "posible pérdida" mueve a sospechar la inseguridad en la que finalmente se movían los dueños de la información en una maraña de rumores, falsedades inventadas y realidades inconvenientes que debían ser silenciadas: materia de primer orden para la recreación literaria acerca de la desinformación al servicio del poder que termina por alcanzar a los mismos dueños de la confusión.

¿Dónde estaba la noticia y con qué derecho una autoridad reclamaba la facultad de administrarla? El entonces ministro del ramo, a la sazón Gabriel Arias Salgado, dejó escrita la máxima bajo la que se guió su departamento: "Libertad de divulgación para lo bueno y verdadero; ninguna libertad para el error y el mal".

Antes de que la LOGSE sea revisada y en el camino quede la educación en valores y la transmisión de actitudes -sobre cuya eficacia cabe albergar serias dudas- sería recomendable trasladar a las aulas algunas de las páginas del libro de Bordería que da cuenta como pocos del clima de mezquindad moral del régimen que rigió este país hace apenas veinticinco años. El mismo libro, al dar cuenta de la disparatada minuciosidad con la que se quiso domeñar la opinión, es un verdadero alegato en favor de la libertad de información y de las consecuencias que alcanzan a una sociedad privada de medios de comunicación libres, plurales y veraces.

Causa por ello desazón que la comparecencia ante una comisión de las Cortes valencianas de la presidenta de la Unió de Periodistes del País Valencià, Rosa Solbes, en la que denunciaba el funcionamiento de la Radiotelevisión Valenciana y reclamaba un Consejo Audiovisual independiente del poder político acabe interesando sólo a los profesionales del medio, como si se tratara de una inquietud meramente corporativa. Como no menos alarmante resulta el trato desigual que los medios escritos reciben de la publicidad institucional, cuya asignación parece guiarse cual dádiva antes por la docilidad demostrada hacia el poder que por la difusión de diario.

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Harían bien quienes se declaran liberales en serlo consecuentemente, esto es, asumiendo, por ejemplo, lo que en 1859 escribió John Stuart Mill sobre la libertad, cuando afirmaba que la moralidad de la discusión pública consiste en admitir la posición contraria a la nuestra sin que la ley ni la autoridad impidan el libre veredicto de la opinión, por más que ley y autoridad tengan el respaldo de la mayoría pues no por ello los que son menos numerosos deben quedar desprovistos de influencia para rebatir el parecer dominante. Claro, que es dudoso que Stuart Mill hubiera concebido la existencia de medios de comunicación de titularidad pública pero, en caso de haberlos, le hubiera resultado inconcebible que fueran monopolio de la autoridad política.

José A. Piqueras es catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat Jaume I.

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