Barceloneta, 'the day after' PAU VIDAL
En estos tiempos artificiosos en que lo que aparece se fabrica a golpes de plató y prensa rosa, los habitantes de un barrio de Barcelona han sido precipitados al mundo real. Para su desgracia. Una manifestación natural, no teledirigida, probablemente uno de los últimos coletazos de la realidad antes de la definitiva virtualización global, les ha metido de lleno en el mundo real, de donde bebe la buena literatura. La peste, la tuberculosis y la lepra (el sida bastante menos: en los años ochenta el ser humano ya mandaba demasiado) tuvieron que existir realmente y aniquilar poblaciones enteras antes de adquirir carta de naturaleza literaria a través de la voz de Nostradamus, Dickens o Camus.La Barceloneta es un barrio popular en los dos sentidos. Geográficamente, es un pueblo, el poblado marinero de Barcelona, cuyos habitantes acuden a él a ponerse las botas y, en menor medida, el bañador (en la playa en verano, en las piscinas en invierno). Socialmente, los barcelonetenses también conforman un pueblo aparte, cuyos signos externos (especialmente el habla: el xava de la Barceloneta desprende una hermosa apertura salina, mucho más aérea que la del Poble Sec o el Poblenou) se relacionan directamente con ese aislamiento más que centenario. Lejos del diseño (que aquí suena casi a chiste: las tapas se siguen comiendo en graso), la Barceloneta representa la última pervivencia de la vieja Europa mediterránea en esta Cataluña metalizada, y su prolongación axial la refleja en Marsella, Nápoles, Palermo, Argel y Tánger.
Esperemos, por supuesto, que la Legionella no aniquile a nadie, pero agradezcámosle, eso sí, que nos haya dado este bofetón en forma de interrogante. Para los del barrio: ¿por qué a nosotros? Para los de la ciudad: ¿cómo se nos ha podido escapar? La posmoderna sofisticación de un aparato de aire acondicionado ha ido a elegir el lugar menos pensado para denunciar que algo chirría en este encaje entre lo menestral y lo tecnológico.
Aunque, vete a saber, a lo mejor lo que ha hecho es facilitar la futura literatura. Por de pronto, lo primero que ha conseguido, mediante el elemental mecanismo de la solidaridad en la desgracia, es crear en la Barceloneta una versión catalana de Delicatessen. ¿Se acuerdan? Aquella película francesa que hará cosa de 10 años arrasó en toda Europa con su humor surrealista, su atmósfera posnuclear y sus personajes delirantes. Ya saben, unos seres subterráneos entre humanoides y roedores que se dedicaban a desquiciar a los inquilinos de un depauperado edificio, los cuales a su vez se desquiciaban unos a otros comunicándose (es un decir) a través de las viejas cañerías de plomo que le recorrían las tripas...
Pasado el ataque de pánico inicial y la consiguiente denuncia por la ineficacia de la Administración, junto con el alarmismo que produce una noticia de estas características, el vecindario empieza a mostrar de qué material está hecho ese edificio. Lógicamente, la preocupación por el estado de salud de 33 (hasta ayer) de sus inquilinos, y sobre todo el temor ante la posibilidad de ser el próximo, enfrían el ánimo general, pero la cosa dista mucho de ser un funeral. Incluso entre los ancianos, el grupo de edad más indefenso ante la dichosa limonela, como la llaman por aquí, las hipótesis jocosas y la difusión de rumores infundados se van abriendo paso entre las llamadas a la calma por parte de las autoridades sanitarias.
Entre las predecibles acusaciones al barco que lleva demasiados días amarrado o a las obras fuera de tiempo, se alza con fuerza la idea de cargarle el muerto a la capital: "Claro, como aquí siempre nos dejan para el final, las instalaciones públicas y los depósitos del agua, tan antiguos, estarán llenos de toda clase de porquerías. Los de Barcelona sólo nos quieren por la paella", comenta el responsable de un restaurante junto al puerto. Otra propuesta para localizar el foco de legionelosis se remonta hasta la furia preolímpica, cuando el acelerado proceso de embellecimiento de la ciudad escondió mucho polvo bajo las alfombras: "Todo viene de los colectores de los antiguos tinglados, ¿sabes? Los derribaron, pero el subsuelo ni lo tocaron. Si te pasas por el Palau de Mar notarás el mal olor, que incluso llega hasta el Maremàgnum". Y así, como quien no quiere la cosa, el amo del restaurante El Rossinyol asocia la maldita bacteria a uno de los símbolos de la contemporaneidad, tan cercana y a la vez tan vilipendiada en un territorio donde la mejora urbanística ha tomado demasiadas veces la forma de una piqueta.
Los dos últimos días han visto en el maltrecho edificio de la Barceloneta el esfuerzo de apuntalar unos cimientos taladrados por la corrosión de la alarma y las contrainformaciones. Ante la posible deserción gastronómico-hotelera de los barceloneses, sus habitantes han llenado bares y restaurantes como signo de que la cocina sigue funcionando como siempre. Y en uno de sus templos, quizá el que mejor encarna el espíritu de este barrio popular, la Cova Fumada, desafían a los cobardes sacando pecho: "Aquí", dice el propietario, "la Legionella la servimos en tapas".
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