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Tribuna:LAS CLAVES DE LA SEMANA
Tribuna
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La dimisión del obispo Sanus

Cuentan que cuando el arzobispo de Valencia, Agustín García-Gasco, tomó posesión de la sede pensó en voz alta ante sus más íntimos colaboradores: "¿Y ahora qué hago yo con el caprichito manco de don Miguel?". El "caprichito" aludido era el obispo auxiliar Rafael Sanus, y don Miguel, como el lector habrá adivinado, no es otro que quien fuera titular de esta archidiócesis, Roca Cabanellas, que patrocinó la prelatura del mentado sacerdote. Eran, hemos de creer, unas palabras cariñosas al tiempo que expresivas de las relaciones personales que se establecerían entre ambos personajes y que un testigo de lo que ha sido este desencuentro describe como "una química horrible".No obstante tan penosa química, la colaboración, o el propósito de llevarla a cabo, se ha extendido a lo largo de dos lustros, si bien resulta dudoso que con la eficacia posible, pues resulta obvio que poco o nada han interesado en el Palau de la plaza de la Almoina las excepcionales cualidades intelectuales del obispo Sanus, su arraigo en el pueblo valenciano y el prestigio adquirido en el curso de su ejercicio pastoral y docente, tanto en el seminario como en el Colegio del Patriarca. Eso, por no hablar de sus cualidades humanas y, especialmente, de su capacidad para el diálogo con su grey y no menos con quienes no frecuentan esos rediles. Un desinterés, decimos, que se ha traducido en persistente marginación salpicada de descortesías y malicias, como -entre otras- el veto expreso a que Sanus figurase en el Consell Valencià de Cultura, para el que ningún sustituto podía ofrecer mejores mimbres.

Añádase a este trance mortificante y prolongado, la sensación de impotencia ante la batalla para la restauración del uso de la lengua valenciana en la liturgia y en la catequesis. Un propósito que este cura de Alcoi ha postulado con tanta perseverancia como discreción. Que a su superior jerárquico le tuviese sin cuidado esta asignatura pendiente no podía contribuir más que a acrecentar la incomunicación y acentuar el convencimiento de que uno podía ser útil en otros frentes en los que toda fatiga sería más tolerable que la de sentirse mero adorno o estorbo.

El obispo dimisionario ha señalado otros motivos, acaso más relevantes a su criterio, como la desunión de la curia con el clero y la sociedad. En ese mismo apartado hubiera podido anotar el problema de identidad de la Iglesia valenciana, la reiterada "desestructuración" que lamentan no pocos de sus miembros -clérigos y seglares- más sensibles por más comprometidos con la realidad de la comunidad religiosa y la del mismo país. Unos miembros, los indicados, para quienes Rafael Sanus ha sido y es un referente, una suerte de contrapunto latente a la jerarquía establecida y su política eclesial. Algo que, en definitiva, no ha querido ser: ni referente con voluntad de ejercicio -lo que evidenciaría la desunión- ni obispo en vía muerta.

Persuadidos de la bondad de este cura, como también de su clarividencia, ni por asomo se nos ocurre pensar que la dimisión ha sido calculada como una operación desestabilizadora. Pero, quiera que no, se trata de un hecho significativo que ha de proporcionar pasto para la reflexión en las más altas cotas de la Conferencia Episcopal y en el Vaticano. En ese sentido, aunque con moderadas ilusiones, podemos imaginar que tomarán nota de las causas determinantes de esta decisión, a todas luces dolorosa y que debió ser innecesaria. El arzobispo García-Gasco no debe ser ajeno a esa reflexión, que en su caso habría de acompañarse de algún que otro golpe de pecho.

Cuentan también que cuando Rafael Sanus fue propuesto para el episcopado, una eminencia objetó que le faltaba un brazo, lo que suponía un óbice para la administración de ciertos sacramentos. Otra eminencia más lúcida replicó diciendo que "si hemos consagrado tantos obispos sin cabeza, ¿qué importa uno sin brazo?". En Valencia no faltaron los descabezados, y aún quedan.

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