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Tribuna:HORAS GANADAS
Tribuna
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Censura y autocensura RAFAEL ARGULLOL

Rafael Argullol

Los conciertos de la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya de este noviembre en el Auditori dedicados a la música prohibida por el nacionalsocialismo -Berg, Hindemith, Schönberg, entre otros- me han hecho recordar una de las exposiciones más singulares que he visto: la celebrada en Múnich en el invierno de 1988 bajo el título Entartete Kunst ('arte degenerado'), rememoración, a su vez, de las realizadas 50 años antes en la misma ciudad y, con respecto a la degeneración musical en Düsseldorf (Entartete Musik), magníficamente reconstruida esta última en la exposición documental, concebida por Albrecht Dümling y Peter Girth, que ha acompañado los conciertos.Significativamente, lo prohibido por Hitler se había convertido, medio siglo después, en canónico para la mirada contemporánea. Allí estaban obras de Klee, Chagall, Ernst, Picasso, Kandinsky; y cada una de ellas vencía fácilmente a las toneladas de mármol que sostenían el gesto rígido, triunfal y puritano de las estatuas preconizadas por el régimen nazi, también expuestas como contrapunto y sarcasmo. Si el combate era ejemplar en pintura y escultura, hubiera sido demasiado duro un ejercicio paralelo en música, dado que nuestros oídos apenas resistirían actualmente las brutales sinfonías patrióticas tenidas por musicalmente nacionalsocialistas.

La espectacular exposición en Múnich, además de ofrecernos un canon moderno, era un perfecto balance de la censura totalitaria en Alemania: al acorralamiento progresivo de los artistas juzgados disidentes le habían sucedido las oleadas de exilios y, finalmente, la prohibición total. Algo similar había ocurrido en la Unión Soviética ya antes de Stalin, pero sobre todo con el estalinismo. En Italia el proceso fue más largo y confuso, aunque al fin igualmente vejatorio para los artistas que aspiraban a una creación libre. La guerra civil española, purificó la atmósfera durante décadas.

Sabemos bien, por tanto, cómo ha funcionado la gran maquinaria de la censura moderna y, en términos generales, ya estamos en condiciones de escribir su amplísima crónica. Sin embargo, conocemos menos -y nunca conoceremos suficientemente- la historia íntima de la censura, aquella, brumosa las más de las veces, que se desarrolla en el espinoso territorio que linda, por un lado, con el miedo a los demás y, por el otro, a uno mismo.

Hace poco, gracias al compositor Benet Casablancas, pude ver un documental en el que uno de los más grandes músicos del siglo XX -para mí, el mayor-, Dmitri Shostakóvich, se retractaba de sus "grandes errores". Si la capacidad de alguien para torturar a muerte y deleitarse con un concierto de Mozart en una misma tarde es una de las más descomunales paradojas del siglo, como sostiene George Steiner con acierto, la imagen de un gran creador confesándose culpable de sus creaciones -no, claro está, por modestia, sino por ideología- es una aberración irónica que completa, junto a aquella paradoja, una inquietante simetría.

La cara demacrada y el gesto cansado de Shostakóvich -de cuya muerte, con discretas conmemoraciones, se cumplen 25 años- expresaban más lo oculto que lo visible: las largas horas de presión psicológica, la indefensión, la duda, quizá el desespero también. Peores debían ser, sin duda, las caras y los gestos de todos aquellos juzgados y condenados por los mismos años, entre 1935 y 1940, durante los llamados Procesos de Moscú. Ahora se sabe que muchos de aquellos hombres bregados en muchas batallas revolucionarias se confesaron culpables de enormes atrocidades sin la coexistencia de previa coacción física: sólo por haber sido eficazmente inducidos a la culpabilidad. Y a la vergüenza.

La historia íntima de la censura arrastra hacia el silencio. Pero hay dos silencios. Uno de ellos es el silencio que ennoblece al que calla porque logra situarlo más allá de la confesión y de la delación. Hay un arte y una música, hay una literatura y una conciencia fabricados con ese silencio que, aunque nunca llegarán a ser nombrados con sus nombres propios, vivifica el espíritu del porvenir. En este silencio existe, por supuesto, el miedo pero, igualmente, una última confianza, quizá ilusa, en la dignidad. Deberíamos levantar un monumento invisible a estos silenciosos.

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Hay asimismo un silencio que envilece al que calla y que acaba siendo el mayor y más duradero éxito de las dictaduras. El siglo que termina nos ha hecho expertos en ese silencio. Los campos de concentración provocaron muchas más víctimas que las encerradas entre sus muros: los que desde el exterior sabían y callaban, creando una inextricable red de complicidades. Los que no eran censurados pero se censuraban a sí mismos.

La autocensura es seguramente tan antigua como la historia del hombre, pero sólo en el siglo XX se ha convertido en un mecanismo masivo, devastador, que ha actuado, casi, como una "educación sentimental". Crucial instrumento de poder de los totalitarismos, en tanto que cohesionadora de los creyentes ideológicos, su onda expansiva alcanza a un tiempo tan supuestamente descreído como el nuestro; sólo que ahora, lejos del peso de la brutal Verdad -en mayúsculas- emana de la pequeña, venenosa e inconfesable certeza de que no hay alternativa a lo políticamente correcto, a lo económicamente eficaz, a lo moralmente conveniente.

Ahora, desde luego, no tenemos prohibiciones, al menos explícitas. Y, sin embargo, parece actuar en nosotros una sutil prohibición a mirar demasiado lejos, o demasiado profundamente, o hacia un horizonte demasiado tenso y complejo. Nadie habla, obviamente, de música bárbara o arte degenerado, nadie quema libros o lienzos, y, no obstante, lo que parece haber ardido es nuestra tradición crítica, pura ceniza, mientras una sórdida comodidad invita a la apatía. No hace falta el censor; la autocensura, bien instalada, nos dirige hacia lo seguro, superficial, aséptico y, si puede ser, gracioso. Hacia la esterilidad.

La música de Shostakóvich sobrevivió maravillosamente bien a la censura.

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