Maestros quemados
Los maestros están achicharrados. El síndrome del maestro quemado, víctima de la caldera de desobediencia que los alumnos atizan en las clases, traspasa el límite de su resistencia. Muchos enferman de depresión y estrés, padecen colitis, alergias o jaquecas crónicas; otros se entregan a la desesperación.En un reciente estudio referido a más de 17.000 centros públicos, no universitarios, de toda España, se subraya la situación a la que se ven abocados hoy muchos profesores, escarnecidos en clase, agredidos en los despachos, amenazados en los recreos. Los padres esperan que la escuela encarrile a sus hijos y los maestros se lamentan del incorregible descarrilamiento con el que llegan. La familia y el sistema escolar se enfrentan entre sí, mientras el problema supera a los dos.
No solamente padres y profesores sufren las burlas a su autoridad. En general, la autoridad es cada vez más difícil de ejercer y más insoportable de aceptar. No existe ya esfera, pública o privada, no queda estructura institucional responsable -desde el jefe del Estado al jefe de una planta de El Corte Inglés, desde el Papa hasta el entrenador de fútbol- que se libre de ser sometida a contestación.
Al viejo sentido del deber, al viejo deber de la obediencia, a la antigua obediencia moral, ha sucedido una incesante y nerviosa interpelación. Prácticamente la totalidad de las plataformas de disciplina -la escuela, la justicia, la medicina, la ciencia, el Estado- se encuentran bajo una oleada de desafecto. Han dejado de ser lo atractivas, ejemplares y creíbles que eran para presentarse como restos de un régimen venido a menos.
La sociedad recela de la ecuanimidad de los jueces y hasta, a menudo, de su sentido común; descree de los burócratas, de los meteorólogos, de los críticos de cine. Por su parte, el máximo aprecio de los políticos se refleja en el aprobado muy raspado que les otorgan los sondeos. Los repetidos casos de corrupción, nacional o trasnacional, han quemado su crédito y de paso, en las mismas o en diferentes hogueras, el prestigio de empresarios y banqueros antes admirados por su éxito.
La autoridad médica, a la vez, también soporta su cuota de desautorización y, en Estados Unidos, aumenta el número de pacientes que acuden a las consultas acompañados de su abogado para exigir posibles responsabilidades respecto al diagnóstico o los tratamientos. La información sobre salud facilitada por los periódicos, la televisión o la radio, impulsan las discusiones entre enfermo y médico, las objeciones de aquél ante los efectos secundarios de una medicina que se conoce por los medios. Cuando se les dice a los pacientes que tienen el virus de la gripe preguntan cuál es y si se les prescriben unos comprimidos quieren saber para qué, cuáles son sus particularidades y sobre qué centros actúan. La idea de que se puede mandar sin explicaciones, sin justificarse o sin consenso, está caducada. La característica de esta cultura antiautoritaria comprende el rechazo del autoritarismo más la repugnancia por la autoridad.
La primera razón que funda este fenómeno proviene, sin duda, de la evolución de la misma democracia que, como una homeopatía ha tonificado el valor de la individualidad y la ha reforzado, además, con la posibilidad de lograr conocimientos y opiniones a través de canales propios (la televisión, Internet). Ya no se admiten, por tanto, declaraciones absolutas ni siquiera los gestos de un saber superior.
La misma ciencia ha sustituido su idea de las certezas mayúsculas por la de probabilidad y sus bases más firmes por principios de incertidumbre. En este contexto, ¿cómo no rechistar?, ¿cómo acatar? Sólo los dirigentes que ofrecieron antes expectativas claras, cuando el proyecto era posible, fueron escuchados con devoción pero hoy, sin ideologías, valores ni porvenir definido, ¿por qué obedecer? Los maestros están quemados, pero ¿cómo podrían estarlo al final de este incendio universal?
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