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Política y "déficit cero"

Joaquín Almunia

A cualquier Gobierno le gusta transmitir buenas noticias y mejorar el bienestar material de sus ciudadanos. Desde su toma de posesión, en mayo de 1996, hasta el pasado verano, el Gobierno del PP ha tenido la suerte de poder hacerlo en el terreno económico sin necesidad de desplegar demasiada imaginación: el ciclo expansivo con el que se encontraron al ocupar sus puestos les ha proporcionado muchos momentos de satisfacción. Pero últimamente la tarea se ha complicado.Los afanes liberalizadores de Aznar brillan más en sus comunicados conjuntos con Blair que en los resultados concretos de su política. Véase si no la flagrante intromisión del Ejecutivo en las estrategias, e incluso en los nombramientos, de las antiguas empresas públicas, la oligopolización creciente de algunos mercados o la debilidad y falta de independencia de los organismos reguladores encargados de velar por la libre competencia. Tampoco existe coherencia entre la doctrina gubernamental en materia de impuestos y la evolución de la presión fiscal. Aznar y Rato se vanaglorian de haber reducido la presión fiscal; pero lo cierto es que no ha dejado de aumentar desde 1996, mientras que había disminuido con Pedro Solbes.

Por lo tanto, dos de las principales banderas de la política económica de Aznar ondean sólo a medias. Tiene toda la razón Rodríguez Zapatero cuando propugna más liberalismo y menos impuestos para el común de los contribuyentes. Eso es lo que el Gobierno promete, pero luego hace lo contrario que lo que nos dice. Otros objetivos de la política económica del Gobierno tampoco atraviesan por su mejor momento: la inflación es mayor ahora que hace cuatro años y los tipos de interés de las hipotecas se han incrementado.

Quizás hayan sido estas dificultades una de las razones del énfasis especial que ahora están poniendo en las virtudes del equilibrio presupuestario. Montoro ha cantado en el Parlamento, durante la presentación de los Presupuestos del 2001, las excelencias del "déficit cero", que el propio Aznar ha calificado como "un hito de la economía española", al que atribuye todo tipo de propiedades taumatúrgicas. Parece como si el equilibrio del sector público fuese incluso más importante que el de las economías familiares.

Con el eco de esas afirmaciones resonando aún en las paredes del hemiciclo ha llegado a mis manos un manifiesto en el que más de trescientos economistas norteamericanos se oponen a las propuestas fiscales de George W. Bush. Nombres tan prestigiosos como los de Arrow, Solow, Samuelson, Galbraith, Tobin, Klein, Modigliani o Simon, entre otros, critican la incoherencia de las ofertas en materia de impuestos y gasto público del candidato republicano. Sus argumentos ofrecen una buena pista para separar el grano de la paja en el debate sobre el déficit o el superávit de las cuentas del Estado. ¿Qué dirían esos egregios economistas si tuviesen que opinar sobre los Presupuestos del PP para el próximo ejercicio? Las diferencias entre la situación de uno y otro país no son tantas como para evitar la tentación de avanzar algunas hipótesis al respecto.

Bush recibe la advertencia de que el equilibrio presupuestario de hoy, juegos contables aparte, puede estar encubriendo los déficit de mañana. No es difícil imaginar aquí motivos de preocupación similares. La propia Celia Villalobos ha hablado estos días de las tensiones financieras que se avecinan en el Sistema Nacional de Salud; los expertos nos siguen advirtiendo sobre los problemas que a medio y largo plazo se ciernen sobre el sistema de pensiones, si no se aborda pronto la cobertura financiera de sus compromisos futuros; el saldo financiero con la UE no va a financiar ilimitadamente una parte importante de nuestras inversiones públicas, etcétera.

Es posible que esos economistas lanzasen también en España una llamada de atención sobre la subversión de las prioridades que acostumbran a realizar los políticos conservadores. El anuncio recurrente de nuevas reducciones de impuestos, cuando existen aún muchas necesidades públicas por atender, lleva aparejada, aunque no se diga, la renuncia a la satisfacción de muchas de éstas. El sector privado no puede, o no quiere, hacerse cargo equitativamente de muchas de ellas. Aquí nos lo recuerdan los jóvenes investigadores que no reciben dinero para sus becas, la impotencia de nuestro sistema educativo para llevar a buen término las mejoras de calidad prevista en la LOGSE o la todavía pendiente implantación de un sistema integral de servicios sociales que facilite la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo e incentive la recuperación de tasas de natalidad razonables.

En fin, tratándose de unos economistas que a la excelencia académica unen sus convicciones progresistas, no es difícil imaginar que expresasen su preocupación por la ampliación de las desigualdades generadas al concentrarse el impacto de las reducciones de impuestos en los contribuyentes de rentas altas, que ya se benefician, más que ningún otro sector, de las oportunidades abiertas por el ciclo expansivo. Desigualdades que no son tan amplias entre nosotros como en Estados Unidos, pero que están aumentando a ojos vistas.

El final de los déficit públicos crónicos ensancha el margen de maniobra de los Gobiernos y aviva el debate sobre los objetivos y las prioridades de la política económica. En la campaña de las presidenciales norteamericanas se están analizando con un detalle ejemplar las diferentes alternativas de los candidatos para este nuevo escenario. ¿Y aquí? ¿Todo se resume en saber quiénes apoyan y quiénes rechazan el "déficit cero"? Al reducir el debate presupuestario a un simple ejercicio de contabilidad se cometen al menos dos equivocaciones. De una parte, se relega la reflexión sobre el medio y el largo plazo, de todo punto necesaria; de otra, unos simples instrumentos ocupan el lugar reservado a los objetivos de la política que se propugna.

El futuro de muchos españoles depende del debate que se abre al vislumbrar un horizonte con superávit. Se trata de un debate eminentemente político. La izquierda y la derecha ya no se diferencian por sus criterios teóricos sobre el déficit, ni siquiera por la posición que adoptan en relación con el tamaño del Estado. La izquierda expresa con razón más reticencias hacia las cargas que deben soportar las economías familiares o las pequeñas empresas como consecuencia de la distribución injusta de la presión fiscal o de los abusos de los oligopolios que gestionan los servicios públicos. Las grandes cuestiones son otras: ¿a qué fines destinar el superávit?, ¿cómo repartir los beneficios del excedente de ingresos públicos?, ¿es sostenible a largo plazo el equilibrio presupuestario?

No desaparece la política. Ni las opciones alternativas. Cada una responderá a prioridades distintas y a intereses muchas veces contradictorios entre sí. El "déficit cero" no es, por lo tanto, el final de ningún trayecto, ni marca la superioridad de unas recetas políticas y la inviabilidad de otras. Alcanzarlo es, en sí mismo, deseable para todos; pero no deja de ser un instrumento. Eficaz desde el punto de vista económico, pero neutro desde el punto de vista político. Y ello suponiendo que esta vez las palabras de los responsables económicos del Gobierno se traduzcan en hechos concretos.

Joaquín Almunia es diputado socialista por Madrid

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