La Forma Sagrada de Gorkum
El monasterio de San Lorenzo de El Escorial es escenario cada 28 de octubre y 29 de septiembre de una ceremonia religiosa de profunda significación histórica. Se remonta a más de 300 años atrás, concretamente al año de 1684, en los días del reinado de Carlos II, el último monarca de la dinastía de Austria. Desde entonces, con interrupciones durante la invasión napoleónica y en la guerra civil, la ceremonia celebrada el pasado sábado constituye uno de los hitos que dibujan, con trazos más pronunciados, la entidad y la intimidad simbólicas del montasterio madrileño.El acto, público pero discreto, se inicia en la primera hora de la mañana. A él acostumbra acudir una asistencia formada mayoritariamente por lugareños de San Lorenzo y de El Escorial. Es un acto dirigido por la comunidad agustina que habita el monasterio y que tiene un escenario señaladamente singular. Se desarrolla en la sacristía de la basílica. Se trata de una estancia rectangular, sobria y elegante, cobijada bajo una bóveda de cañón ricamente ornamentada con grutescos de formas geométricas y colores vivos. Fueron artistas genoveses los autores de esta decoración, cuya concavidad conmueve al visitante por sus hondos claroscuros. A la izquierda de la gran estancia, de casi 40 metros de fondo por unos 15 de anchura, una secuencia de ocho ventanas adentra hacia la sacristía la luz de levante, especialmente translúcida en los soleados días de otoño.
La luz va a posarse sobre lienzos de espléndida hechura, entre los que destacan el Cristo crucificado de Tiziano quien, desde el año de 1565 en que fuera pintado, preside la sacristía de la basílica monacal. A pocos metros de este óleo, San Pedro liberado por un ángel, de José de Ribera, exhibe toda la fuerza de sus sombras. Los nueve grandes cuadros forman una galería que se despliega encima de una cómoda en madera de nogal, posiblemente la de mayor longitud de España, que bajo un cassetonatto también de madera, columnado y tachonado por siete espejos venecianos, alguno de ellos de grandes dimensiones, permanece adosada a la pared, henchida de objetos de culto y ropajes litúrgicos. Sus hondos cajones están provistos de ruedecillas, que aligeran su empleo.
El mayor impacto que registra la mirada del visitante procede de un cuadro en tonos ocres, dorados y rojos situado en el fondo de la sacristía. Está flanqueado por medallones marmóreos barrocos. Comenzado por Franceso de Rizzi, fue modificado y culminado por Claudio Coello, pintor de la Corte a fines del siglo XVII: Carlos II, benefactor del monasterio, de perfil, exhibe su prominente mandíbula y contempla una custodia que le muestra fray Francisco de Santos, a la sazón, 1685, prior jerónimo del monasterio escurialense. Lo que más sorprende de este cuadro, que tiene por escenario el mismo espacio de la sacristía donde se exhibe, es su larga profundidad, que duplica la hondura de su encañonada bóveda; una leve perplejidad parece erguir a sus protagonistas, todos ellos pertenecientes a la Corte del monarca, a la comunidad monástica escurialense o a los músicos, que muestran un realejo.
La ceremonia allí desarrollada el pasado sábado consiste en el deslizamiento del gran cuadro de Claudio Coello que, mediante un sistema oculto de poleas, desaparece de la vista del público y se oculta hasta cuatro metros bajo el suelo. Entonces, en el hueco que el enorme lienzo ocupaba, surge un riquísimo sagrario gótico que permanece tapado todo el año, salvo dos días: el 28 de octubre y el 29 de septiembre. Todo él está labrado en oro, plata e incrustaciones de gemas preciosas. Se enmarca entre mármoles negros, verdes y jaspes y malaquitas, que proporcionan una singular calidez a un magnífico crucifijo de bronce, escoltado por dos ángeles apoyados de un solo pie sobre los dinteles del marmóreo retablo, esculpido por Pedro Tacca (1580-1640). Se trata del mismo autor de la estatua ecuestre de Felipe IV que preside la plaza de Oriente, frente al Palacio Real. Pero lo que justifica la ceremonia es, precisamente, la muestra del contenido de la custodia que figura en el lienzo de Claudio Coello, que alberga en su redondo recipiente de cristal la denominada Sagrada Forma de Gorkum. La tradición dice que procede de la profanación de una iglesia católica holandesa en 1572, cerca de la Haya, en plena deriva de las guerras de religión entre protestantes y católicos. La oblea consagrada presenta tres incisiones muy visibles, correspondientes a los clavos de la bota de su profanador, según la tradición católica. Al finalizar la liturgia, los asistentes pudieron ver el sábado la custodia y la forma consagrada.
De Rodolfo II al último Austria
La tradición asegura que un templo de la ciudad holandesa de Gorkum fue escenario de una profanación. Los campos de Europa registraban, a la sazón, siglo XVI, una feroz fronda intercristiana, consecutiva a la reforma luterana. Un grupo de soldados seguidores del reformador Zwinglio, denominados zeeguezen, doctrinalmente opuestos a los sacramentos católicos, asoló el templo y uno de ellos, según la leyenda, una vez vertidos los cálices y esparcidas las formas eucarísticas por el suelo, pisoteó una de ellas. Ante el asombro de los presentes, la oblea experimentó la efusión de un líquido rojizo, del color de la sangre. Sobre su superficie quedaron estampados tres agujeros abiertos por la suela del calzado del soldado. La forma fue enviada a Malinas, Amberes, Praga y Viena y de ella se hizo cargo Ferdinand Weidmer, capitán del Emperador Rodolfo II. La reliquia, propiedad del marqués de Navarrés, fue adquirida por Felipe II y llegó a España el 7 de noviembre de 1597. La forma sagrada quedó depositada en el templo del monasterio. Corrieron los años. Un siglo después, el duque de Medinasidonia, violando el fuero eclesiástico, se adentró en la basílica madrileña espada en mano en busca de Fernando Valenzuela, valido en desgracia de Carlos II. Inocencio XI calificó de sacrílega aquella irrupción y, en desagravio, obligó a construir otro altar, única compensación capaz de permitir el levantamiento de la excomunión del altanero noble. Entonces se creó el altar que todos los 28 de octubre aparece ante la mirada expectante de los fieles que acuden al monasterio en esa fecha y en la del 29 de septiembre.
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