Sagunto
Ni se ha destruido un monumento, ni hay daño irreversible alguno en los vestigios arqueológicos. Lo único que ocurre es que la rehabilitación del Teatro Romano de Sagunto no le gusta a un sector de la opinión pública porque modifica la imagen de una rancia postal. Y la derecha, especialmente el PP al dar toda la cobertura a la cruzada de su ex diputado Juan Marco Molines, ha persistido en la vía judicial hasta conseguir que el Tribunal Supremo corrobore que no se ha destruido nada e insinúe que no le disgusta la obra (se basa en "unos supuestos plenamente defendibles en el plano artístico y académico"), pero establezca que la actuación vulnera la norma que sólo permite la "restauración" de restos arquitectónicos del pasado y no la "reconstrucción", aunque ésta eluda precisamente cualquier mimetismo ornamental enmascarador. Si esa norma se aplicara a fondo, un buen número de proyectos realizados y por realizar cuyo objetivo es poner en valor el patrimonio carecerían de base legal, en una situación que debería alarmar, por su absurdidad, a los legisladores aún más que a los ciudadanos. De todas maneras, el alto tribunal le pasa la pelota de un caso que nunca debió promoverse a quien lo impulsó, que ahora ha de decidir en ejecución de sentencia hasta dónde está dispuesto a llegar. Los populares, al mando de toda la maquinaria política y administrativa, han dilapidado ya su crédito de sentido común para parapetarse a estas alturas tras unos hipotéticos informes técnicos negativos. Si quieren seguir, que lo hagan y comprobaremos cuál es el estado de las ruinas de Sagunto que consideran adecuado al "gusto" de su postal turística ideal. Si no, deben humildemente reconocer que han ido demasiado lejos y desistir. El presidente Zaplana, que tan alegremente ha celebrado el fallo porque la reforma de Portaceli y Grassi fue "una barbaridad", tiene la oportunidad de borrarla del mapa para que la historia deje constancia en el futuro de quién cometió de verdad un disparate.
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