Sacrificio inútil
Era costumbre antigua el sacrificio ritual de animales para conseguir que los dioses fueran propicios. Puede que la muerte del toro fiero constituyera un supremo intento de complacer a las fuerzas rectoras del universo y, sí, que el sacrificio de 100 bueyes constituyera la auténtica hecatombe. Ayer en Jaén, sólo llegamos a seis centésimas de hecatombe. Suficiente.Pasadas de moda las divinidades plurales, no llego a alcanzar el motivo del sacrificio ni a qué vino el pasar por las armas unos bueyes cojitrancos groseramente afeitados. Puede que la cosa sólo llegara a ser una manifestación más de la estupidez humana, porque, si hablamos de fiesta, aquello no pasó de velatorio, si bien es sabido que en este tipo de reuniones se cuentan los mejores chistes.
Ni de lejos pretendo hacer chiste de una actividad en la que el hombre se juega la vida, pero no puedo evitar preguntarme por qué. Se trata de un riesgo, convenientemente reducido, es verdad, pero un riesgo que no conduce a ningún sitio, que sólo se corre a mayor gloria del dinero y que no engrandece al individuo que lo asume, a no ser que éste confunda las puertas de la gloria con las del ridículo.
Los tres primeros astados fueron malas caricaturas de toros. El primero, cuando no se caía, manifestaba su falta de fuerzas defendiéndose con un calamocheo molesto, quedándose en el centro de la suerte o viniéndose cruzado. Alguna vez combinó una de estas tres manifestaciones de carácter con un oportuno batacazo.
Víctor Puerto se lució en las verónicas de recibo al segundo y después aguantó el punteo constante de la cabeza de su oponente, que lo alternaba con clavar los cuernos en tierra. Anduvo con la muleta retrasada a medios pases, lo que se correspondía con la media arrancada violenta y algo tobillera que exhibía el animal. La estocada fue fulminante.
Morante protagonizó en el tercero una sesión de toreo interruptus. Empezó luciéndose con el capote ante un toro que trastabillaba ostensiblemente y al que masacraron en el caballo por el método de taparle la salida, lo que fue muy celebrado. Luego, no sé por qué, comenzó por bajo, hasta que se fue retirando del toro mientras éste se fosilizaba convirtiéndose en estatua de piedra. De vez en cuando revivía y cabeceaba. Entró a matar en la suerte de mechar y el toro murió por decisión propia.
En el cuarto, vimos al Finito del año 2000, que ha cambiado indudables calidades estéticas por habilidades técnicas que le permiten despachar a sus enemigos como el que lava, y con la misma emoción.
Los dos toros restantes se salvaron del naufragio, eso sí, con buena voluntad, y sólo porque no llegaron a caerse. Víctor Puerto estuvo entusiasta, lo que puede llegar a ser difícil de digerir. Esta vez, con los aceros, fatal.
El sexto se diluyó en su sosería, magistralmente secundada por el torero de La Puebla, que anduvo por el ruedo a la deriva, sonámbulo y ajeno a una realidad que tiene como único lado positivo el acabar esta temporada de calvario.
No está siendo la de Jaén una feria peor que muchas, sino el paradigma de una fiesta que atraviesa por serias dificultades y que lleva dentro el germen del mal capaz de acabar con ella. No se trata de estúpidas alarmas ya voceadas desde hace más de un siglo, sino de la simple y pura constatación de la realidad por un observador que no está borracho.
Babelia
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