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Tribuna:LAS CLAVES DE LA SEMANA
Tribuna
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Empapelados por ruidosos

Sentar en el banquillo a los propietarios de una conocida discoteca de Valencia, como presuntos culpables de las molestias acústicas que provocan, constituye a nuestro entender un hecho tan insólito como felicitario para el vecindario doliente y desarmado ante el estrépito. Si además el fallo resultare condenatorio, con fuertes multas, años de prisión y cierre del foco contaminante, es posible que, por fin, hayamos emprendido el camino para acabar con esta epidemia que nos sitúa a los valencianos a la cabeza de los países ruidosos, lo que es sinónimo, mal que nos pese, de incivilizados. Y eso puede acontecer el próximo mes de diciembre por una iniciativa del fiscal Javier Carceller, con quien los ciudadanos comenzamos a tener una deuda de gratitud.Ignoro si el episodio judicial referido es el primero entre nosotros o existen ya precedentes e incluso jurisprudencia. En todo caso, tanto ésta como aquéllos serán muy escasos y dudo que puedan connotarse en el ámbito de la comunidad. Como mucho, en este capítulo de la contaminación se habrán producido tantas sentencias como en el apartado de la siniestralidad laboral, en el que muertos y heridos se van sucediendo sin que nadie cargue penalmente con las culpas ni siquiera afronte un juicio. En punto al ruido pasa lo mismo, con la diferencia de que no se cuenta el número infinito de los damnificados por las neurosis y demás desequilibrios decantados por el insomnio y la desesperación adobados de impotencia ante tamaña calamidad.

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J. Joaquín Ripoll

Al lector le consta, como nos consta, que existe una nutrida batería legal para luchar contra esta penalidad. Desde el artículo 45 de la Constitución, que pretende salvaguardar nuestra calidad de vida, hasta la ristra de leyes medioambientales y las ordenanzas municipales, tan detallistas y complejas. En ese aspecto estamos bien equipados, pero, como asegura el profesor de Física Aplicada, Amando García, la legislación no resuelve el problema del ruido. Sobre todo -añadimos nosotros- si se convierte en papel mojado por faltar la necesaria voluntad política para afrontar el problema.

Por mor de la objetividad, es justo añadir que las autoridades se han sacudido algo su habitual dejación y parece que andan más sensibilizadas acerca de la protesta vecinal contra el estrépito. Aunque quizá confundamos los deseos con la realidad, se nos antoja que ya no atruenan tanto los decibelios del barrio de La Zapatillera, de Elche; el centro histórico de Alicante o su playa de San Juan; la playa de Gandia, o las de Oropesa y Benicàssim, por no hablar de las plazas de Honduras y Xúquer, en Valencia, con su barrio de El Carme, que está en lucha. Uno quiere creer que se progresa por doquier y que pueden conseguirse resultados positivos, como ha demostrado la cruzada de la alcaldesa Rita Barberá contra el petardeo de las motos, no obstante sus intermitencias. Cuanto menos, ha multiplicado los beneficios de los fabricantes de tubos de escape.

Pero no nos engañemos: la dejación y la hipocresía han sido por lo general la verdadera norma de las administraciones públicas. Tienen, en punto a contaminación acústica, competencias que no pueden atender por falta de recursos humanos y técnicos. Y cuando los tienen, soslayan el problema o, lo que es peor, se alinean con el delincuente -queremos decir el contaminante- mediante la fórmula de no tramitar el expediente sancionador u otorgar licencias formalmente imposibles. La pequeña historia está colmada de corruptelas y abusos mil cortados por el mismo patrón e idéntico perdedor: el vecindario.

De ahí que saludemos con especial euforia esta pica en Flandes que significa el empapelamiento penal de unos industriales del ocio que se han pasado por la entrepierna a sus víctimas. Ahora sólo falta que algún regidor negligente o ceporro se enzarce en las redes del código. Una ejemplaridad de tal calibre no sería fácilmente soslayable. Igual es éste el único camino para alcanzar la civilidad y la paz perdidas.

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Diarreas muy distinguidas

La salmonella no respeta ni a las mejores familias, a pesar del cuido y prodigalidad que despliegan en sus saraos gastronómicos. Eso debieron pensar los anfitriones valencianos de una cena ofrecida a personajes de las finanzas y de la elite cultural cuando dos docenas de sus invitados hubieron de requerir urgentemente los cuidados médicos para aliviarse los trastornos provocados por la maldita bacteria. El episodio, por desgracia, no es muy novedoso y suele frecuentar las páginas de sucesos. Lo noticioso aquí es el proceder de la empresa hostelera proveedora del menú, a la que habría que suponer solvente en todos los aspectos, y acaso lo sea. Pero, tributaria de las nuevas formas de trabajar, subcontrató parte de los servicios culinarios, convirtiéndose en intermediaria de los mismos, pero sin poder garantizar su calidad. Lo hacen las firmas más encopetadas, que acaban siendo tan sólo un membrete en una factura. La fórmula es muy recomendada por la joven jauría de economistas liberales y ha de tener sus ventajas crematísticas. Pero sus inconvenientes son obvios: ya no sabemos quién nos elabora el plato que nos sirven. El plato, el mueble o el servicio. Sólo sabemos quien cobra.

Cinco minutos por paciente

Quienes peinen canas quizá recuerden los primeros pasos de la sanidad pública en España, aquel viejo Seguro Obligatorio de Enfermedad. Nada comparable con el sistema vigente, tanto por la cobertura como por los recursos materiales y la calidad de las prestaciones que éste nos ofrece. Pero admitida esta evidencia, sí es posible que echen a faltar la calidez humana del acto médico, la relación entre el facultativo y el paciente, ciertamente limitada por numerosas carencias, pero nunca por una norma tan risible como vejatoria cual esa que obliga a dedicar no más de cinco minutos a cada consulta y que ha sido establecida por la Consejería de Sanidad de la Generalitat Valenciana. En realidad no debiera sorprendernos, pues casi todos los ciudadanos hemos pasado alguna vez por esas horcas caudinas que nos relegan a la condición de mero número, por no decir rebaño. A lo peor, hoy por hoy no hay otra solución y aún habríamos de darnos con un canto en los dientes, pues podría ser peor, como dicen que acontece en otras comunidades menos dotadas de personal facultativo. Sin embargo es una situación intolerable contra la que nos hemos de rebelar.

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