La guerra que no tendrá lugar
El proceso de paz en Oriente Próximo está viviendo un gran y esclarecedor strip-tease político, tras la amenaza del primer ministro israelí, Ehud Barak, de librar una guerra sin cuartel contra una población básicamente desarmada, como castigo por hostigar con palos, piedras y algunas armas de fuego a la gran potencia regional israelí.Desde su punto de vista, Israel sin duda tiene razón. La serie de acuerdos iniciada en Washington de 13 de septiembre de 1993 establecía el derecho palestino a crear su propia policía en las zonas que evacuara el Ejército de Jerusalén, pero también la obligación de servirse de ella para que, fuera como fuese el proceso negociador, reprimiera cualquier protesta de su propia opinión. Gran negocio, que de tu seguridad se tenga que ocupar contractualmente y bajo amenaza de sanción el adversario.
Al mismo tiempo, todos estos años de reuniones, acuerdos parciales, reclusiones y secreteos en Estados Unidos, ese merodear en torno al gran problema de Jerusalén, que reivindican total o parcialmente las partes, han revelado su verdadera naturaleza. En vez de una negociación, lo que ha habido es una disposición israelí a negociar, pero con la nota al pie de poder imponer cuando fuera necesario el diktat de la fuerza. Las condiciones de esa negociación, sus posibilidades de éxito, han dependido exclusivamente de Israel. Concesiones, Israel no ha hecho ninguna, puesto que todo lo evacuado estaba incluido en las exigencias de la resolución de la ONU de junio de 1967, pero, todo lo que ha devuelto lo ha hecho porque le ha dado la gana, no porque reconociera obligación ninguna a comportarse así.
Por eso, cuando el pueblo palestino se subleva ante la evidencia de que no sólo Israel no está dispuesta a ceder ni a compartir la soberanía de la Jerusalén árabe, sino también ante el temor de que sus dirigentes le den una solución imaginativa al problema claudicando antes de tiempo, Barak demuestra quién es el padrino, al decirles a los palestinos que elijan entre sometimiento o guerra.
Todas las naciones del mundo se han comportado más o menos así a lo largo de la historia; ¿por qué Israel tenía que ser diferente? Pero, lo que ocurre aquí es que Israel quiere imponer su voluntad y además que se le reconozcan sus inmensos méritos en pro de la paz. Barak lo dice muy claro: si los palestinos quieren la paz, que negocien.
Habría sido más propio, sin embargo, que hubiera dicho la paz israelí, en esta hora de la verdad desnuda.
¿Qué cabe esperar de la resistencia palestina? En el verano de 1936 estalló en el entonces mandato británico sobre la zona lo que la historiografía árabe llama la Gran Revuelta. Fue una guerra de irregulares contra el ocupante, y, subsidiariamente, contra la creciente presencia sionista en Tierra Santa, cuyas milicias actuaban como fuerzas auxiliares de la potencia británica. La guerra que ofrece ahora Israel sería, sin embargo, mucho más sangrienta y definitiva que aquélla, en la que, al cabo de tres años, le fue posible a la insurrección extraer, con todo, alguna concesión de Londres, como fueron ciertas limitaciones de la avalancha migratoria judía.
Difícilmente, por ello, Arafat puede aceptar hoy el desafío frontal de la guerra, aunque por razones estéticas trate de difuminar el plegamiento paulatino de la protesta más violenta en una retórica siempre belicosa. Por esta razón, la guerra de Palestina no tendrá lugar, o, en su defecto, habrá de durar menos que un suspiro, dada la diferencia de realidades militares sobre el terreno.
Aunque esta guerra de Troya tampoco tenga lugar por falta de imposibles voluntarios; aunque no sea otra Intifada, porque Arafat, a diferencia del sobresalto de 1987, tratará de controlar ahora a sus peones; aunque tampoco sea una reedición imposible de la Gran Revuelta, es, en cambio, verosímil que entremos en el tiempo de una protesta de geometría variable. Ni paz, ni guerra. La historia de siempre en el Oriente Próximo.
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