_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El empecinamiento en el error

El saber convencional, la sabiduría establecida, la opinión políticamente correcta, ha proclamado como una verdad indiscutible que la solución de los problemas del terrorismo pasa de modo indispensable por el protagonismo y la colaboración del PNV. El saber convencional suele hablar del nacionalismo moderado. Un eufemismo que no sólo contribuye a diferenciar al PNV del nacionalismo radical, sino que, principalmente, sirve para situar la barrera que separa a los demócratas de los que no lo son, y a la gente de bien, de los asesinos. Ha sido tan amplio el consenso en torno a esta afirmación que ni siquiera ahora, en momentos de notoria crítica social y política hacia los comportamientos del PNV, es frecuente que se ponga en cuestión su contenido principal. Se critica con decisión la estrategia de Lizarra, el comportamiento del lehendakari y las declaraciones de Arzalluz. Pero hasta las críticas más acerbas aspiran, como máximo, a acelerar el cambio de actitud del PNV en relación con sus comportamientos de los últimos dos años. Con la intención, nada disimulada, de poder predicar de nuevo el viejo axioma de la sabiduría convencional: la solución del terrorismo pasa por el PNV. Y es que si el PNV no hubiera dado el giro soberanista que representa Lizarra, nada habría llevado a poner en duda la corrección de esa convicción y, por ende, de la estrategia política seguida por la democracia española desde 1977.No trato de sustituir una asentada convicción por su contraria con un par de capotazos. Por eso confieso que he sido un ferviente defensor del papel estratégico que al PNV le corresponde en la solución del terrorismo. Y, todavía, nada me gustaría más que poder seguir defendiendo con razones la plausibilidad de esta afirmación. Lamentablemente, hace tiempo que no encuentro estas razones, más allá de mis deseos y de la esperanza nunca abandonada de que las cosas sean de otro modo. Pero, en este terreno, conviene evitar algo tan frecuente como peligroso: la confusión de los piadosos deseos con la triste realidad como base de una estrategia efectiva contra el terrorismo.

Reconozcamos una cosa: los datos no confirman la efectividad del compromiso del nacionalismo moderado en la lucha contra el terrorismo. No se trata sólo de Lizarra, última y más conocida deriva justificativa de la estrategia de ETA. Se trata de una actitud que tiene otras muchas expresiones y que nace de la afirmada identificación de fines entre el nacionalismo violento y el nacionalismo moderado. Si la coincidencia de fines existe y la diferencia sólo está en los medios, estamos ante una colosal perversión política que permite al nacionalismo moderado jugar con todas las ventajas anejas al poder legal de que disfruta nada menos que en favor de la deslegitimación del propio marco democrático. Es lo que se conoce como el discurso del problema político vasco. En el País Vasco hay un problema político pendiente de resolver, dicen los nacionalistas y quienes les acompañan. Una obviedad tan válida para el País Vasco como para los muchos lugares donde se cuecen habas. Pero si uno se adentra en ella, la afirmación es tan expresiva como preocupante. Lo que se afirma es que, como algunos no pararán de matar hasta que se les dé la razón que democráticamente no han ganado, más vale que nos aprestemos a dársela aunque no la tengan. Una decisión que, sobre ahorrar sangre y dolor, sería bien vista por quienes dicen coincidir en los fines con los que matan, aunque nunca hayan concurrido a unas elecciones para defender esos confesados fines. A esta coincidencia de planteamientos de unos y otros se le llama el problema político vasco. Unos matan porque hay un problema cuya existencia es confirmada y avalada por quienes no matan pero gobiernan. Y unos y otros dicen compartir la solución al problema: que los demás piensen como ellos o les dejen actuar como si pensaran como ellos.

Esta base política de apoyo objetivo es la que ha servido para que el problema del terrorismo no pudiera separarse nunca de las decisiones políticas. No, como algunos se imaginan, porque el nacionalismo radical lo exigiese, sino porque lo demandaba y hasta lo imponía el nacionalismo moderado que negociaba en los ámbitos institucionales.

El debate sobre el presunto dilema entre las medidas políticas y las medidas policiales, prolongado hasta hoy en el discurso nacionalista, ha ocupado el centro del escenario. La colaboración con el Estado de derecho de las autoridades políticas vascas se veía limitada por la falta de avance político, primero; por la cicatería de las transferencias, después, y siempre, por la ausencia de reconocimiento suficiente a la existencia de un problema político singular en el País Vasco que, faltaría más, sólo podía resolverse con medidas políticas. Cuáles fueran estas medidas no era ni es preciso definirlo de una vez y para siempre. Antes pudo ser el propio Estatuto de Autonomía; después, una transferencia atascada; mañana, la negociación del cupo; pasado mañana, el reconocimiento del derecho de autodeterminación, y en última instancia, la exigencia del derecho a superar, por decisión unilateral de la comunidad nacionalista, el marco institucional democráticamente vigente. En los últimos meses, esta estrategia permanente de victimismo y deslegitimación institucional ha recibido un nombre que la sintetiza: el ámbito vasco (nacionalista) de decisión. Si éste no se acepta, el problema político vasco seguirá sin resolverse. Y, en consecuencia, aunque algunos nacionalistas, moderados ellos, lo lamenten mucho, otros nacionalistas, menos moderados ellos, seguirán pensando que la violencia debe persistir. Y, como tienen bien acreditado, se llevarán por delante a quien pillen más a mano. Con buen cuidado, eso sí, de que la comunidad nacionalista que les apoya o les corteja en silencio no se sienta agredida. Más de ochocientas personas asesinadas hasta ahora son el resultado visible de este feroz análisis y de una no menos cruel conjunción de esfuerzos. Un análisis que ha llevado a la infamante mixtura de la violencia y la política.

Las cosas no vienen de ahora, sino de viejo. Hasta 1988 -con la excepción de la Declaración Institucional del Parlamento vasco tras el asesinato de Díaz-Arcocha, antecedente inmediato del Pacto de Ajuria Enea- fue imposible encontrar una formulación común de nacionalistas y no nacionalistas en la lucha contra el terrorismo. Y cuando se logró, con los efectos sobre ETA reconocidos por Joseba Arregui, duró mucho menos de lo deseable. Pero la unidad de los demócratas parecía más el resultado coyuntural de la debilidad nacionalista que el fruto de una convicción sostenida. Por aquellas fechas, el PNV gobernaba en coalición con el PSE-PSOE, tras una dolorosa escisión interna. En 1991, el PNV rompía ya objetivamente con Ajuria Enea al negociar con ETA el trazado de la autovía de Leizarán. Luego se uniría el PP a la voladura controlada de Ajuria Enea, por si eso ayudaba a ganar las elecciones de 1996, aunque hoy sea feo recordarlo. Los sucesos de Ermua y la rebelión cívica que se gestó llevaron al PNV a la necesidad de acercarse a los partidos no nacionalistas. Pero la aproximación tampoco podía durar, porque había mucho en juego. Y el PNV se apresuró en la búsqueda de una justificación a la separación del resto de fuerzas democráticas. Que, naturalmente..., encontró.

Cuando los datos son tan tercos resulta inevitable preguntarse por qué la verdad convencional sigue empeñada en sostener lo que, hasta ahora, no ha ocurrido. Temerosa, al parecer, de que la situación pudiera, todavía, empeorar, insiste en ignorar que los avances en la lucha social, política y policial contra el terrorismo no son principalmente el resultado de la colaboración del nacionalismo moderado, sino, lamentablemente para todos, un resultado obtenido a su pesar.

Y si los acontecimientos más recientes, Lizarra y lo que sigue, no son un mero accidente de recorrido, sino la expresión precisa de una estrategia nunca abandonada, aunque ahora brutalmente radicalizada, por qué habríamos de confiar en el PNV y el nacionalismo moderado para hallar el desenlace de este prolongado drama sangriento.

Sin duda son muchos los electores del PNV que, mantengan o no su tradicional lealtad electoral, están deseando un giro radical en la dirección de su partido. Y es verdad que para muchos de ellos es incomprensible que se identifiquen sus fines con los de ETA. También ellos guardan fresco el recuerdo de las declaraciones de Arzalluz en otros tiempos negándose a diseñar el futuro del País Vasco sobre la avanzada base tecnológica de la plantación de berzas.

La democracia española tenía que incorporar a las nacionalidades históricas y acabar con el terrorismo. Hizo un depósito de confianza en el PNV y hasta le otorgó una generosa prima con la que pudiera consolidar su hegemonía política en la sociedad vasca frente a otras opciones igualmente vascas y democráticas. Ni Suárez ni González dudaron en apoyar al PNV para que pudiera jugar ese papel. El interés general se situó claramente por encima del partidario. La respuesta nacionalista, sin embargo, ha estado y está muy lejos de ser satisfactoria. No es ya un problema de relaciones de lealtad entre partidos, por relevante que resulte para sus protagonistas. Estamos ante un problema de fiabilidad democrática, de confianza social, de crédito político hacia el comportamiento del nacionalismo.

Que esta reflexión es amarga salta a la vista. La realidad, en ocasiones, también lo es. Naturalmente que vendría bien que el PNV quisiera estar de modo permanente con los partidos democráticos. Y que ocurriera en el futuro lo que no ha ocurrido en el pasado ni ocurre en el presente. Pero ya no podemos esperar a ver qué deciden y cuándo lo deciden. Mucho menos podemos fiar la estrategia política de los demócratas a que los nacionalistas cambien de actitud. Hasta ahora, les habíamos otorgado la prima que proporciona nuestra renuncia a movernos si no era en su compañía. Es posible que en adelante, si constatan que nos movemos, decidan no quedarse solos y volver con los demócratas. Pero será su elección. Con un riesgo para nosotros: que prefieran seguir acompañando a Arnaldo Otegui hacia la tierra prometida.

Veinte años de experiencia y centenares de muertos parecen demasiados años y demasiados muertos para seguir sosteniendo verdades convencionales que los datos de la realidad no confirman. Una suerte de empecinamiento en el error, de gratuita contumacia, de la que ya va siendo hora de que nos desprendamos. Por doloroso que nos resulte.Juan Manuel Eguiagaray es diputado del PSOE por la región de Murcia.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_