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Mercosur y la otra mundialización

El conjunto de procesos y prácticas que calificamos como mundialización, de modo singular la globalización financiera, no son acontecimientos fortuitos ni producto de la fatalidad económica o tecnológica. Son, por el contrario, resultado de una serie de decisiones y acciones cuyo propósito central es la creación de un espacio único, donde puedan circular, sin limitación alguna, bienes, servicios, y sobre todo el dinero, convertido así en la mercancía por excelencia. Este mercado global, que el extraordinario desarrollo de las nuevas tecnologías, en particular de la teleinformación, ha hecho posible, debe, sin embargo, su existencia a la convergencia, implícita en unos casos y programada en otros, de los intereses de las empresas transnacionales -que son sus primeros protagonistas y sus principales beneficiarios- y de la política económica de Estados Unidos y de los otros grandes Estados del Norte. Sus instrumentos esenciales han sido la ideología ultraliberal y los organismos económicos intergubernamentales: FMI, Banco Mundial, OMC, OCDE, etcétera.La plena liberalización de todo tipo de intercambios y la supresión de cualquier marco jurídico susceptible de regularlos -la total desregulación de la actividad económica nacional y, sobre todo, internacional, es su meta permanente- vertebran su doctrina y en ellas asientan su funcionamiento. Este orden económico mundial, esta modalidad específica de mundialización, que privilegia el paradigma financiero, disocia la acumulación de capital de la creación de riqueza y prima la especulación sobre la inversión -las inversiones actuales de los grandes países en las economías en desarrollo son inferiores a las de hace 100 años- está teniendo graves consecuencias negativas. Por eso, pretender que el balance final de esta mundialización es positivo porque los que se benefician con ella son muchísimo más numerosos que los que la padecen es una interesada falsedad.

Ya que, si por una parte, el crecimiento medio mundial en 1999 ha sido de casi el 3,5%, por otra, se ha acelerado la degradación del medio ambiente; ha aumentado la concentración de la riqueza y la creación de oligopolios; se ha reducido la seguridad en el consumo de alimentos; se han agravado las desigualdades en el interior de los Estados y entre unos países y otros; se ha generalizado la criminalidad económica organizada; la uniformización cultural y la radicalización reactiva de las identidades comunitarias parece no tener límites; la miseria y el hambre han alcanzado cotas insoportables. Este dramático inventario no procede del sectarismo de los extremistas de siempre, sino que se lo hemos oído a Michel Camdessus en cuanto dejó la dirección del FMI y nos lo han recitado, entre cínica y autoexculpatoriamente, los líderes máximos en las ultimas reuniones del G-7-G-8 y del Banco Mundial.

Querer reordenar este calculado y productivo desorden es trabajo inútil. Por ello, más que gobernar esa mundialización hay que intentar ponerle fin. ¿Cómo?Desde sí misma, desde el interior de su propio proceso. Por eso su impugnación retórica, la descalificación exógena y apocalíptica, lejos de debilitarla, la fortalece. De aquí la satisfacción de los mundialistas por la aparición de los antimundialistas. Sobre todo si lo son enarbolando la inutilizable soberanía de los Estados-nación del siglo XIX, pues, enmurados en sus viejos planteamientos, de poco sirve su combate. Porque no se trata de negar la mundialización, sino de asumirla, desconstruyéndola para poder reconstruirla desde una opción de progreso. Los principales protagonistas de esa desconstrucción están ya en el tajo. Son esa cincuentena larga de ONG con vocación global, muchas de ellas agrupadas en el International Forum on Globalization (IFG), y en el Foro Social Mundial, cuya próxima reunión tendrá lugar en Porto Alegre del 25 al 30 de enero de 2001 -para información: www.forumsocialmundial.org.br-.

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Ambas agrupaciones disputan el terreno a las multinacionales y no se conforman con pequeños parches sociales, sino que, apoyadas en la sensibilidad y en la conciencia planetarias, cada día más extendidas, apuntan a otra mundialidad. Esta internacional civil y cívica, de componentes dispares y en parte contradictorios, sale a la luz pública en Seattle y se constituye en punta de lanza de la oposición de los grupos de base a los cuatro gestores -FMI, Banco Mundial, OMC, OCDE- de la mundialización ultraliberal. Pero la figura contestaria que esa oposición les confiere oculta la emergencia en su seno de propuestas y prácticas, que, más allá de la anulación de la deuda a los países más pobres y del fin de los ajustes estructurales, postula, frontalmente, el control democrático de la gobernación del mundo y una mundialización alternativa presidida por la solidaridad.

Ahora bien, junto a ese trabajo popular y ciudadano, cabe una acción socioinstitucional, cuya vía más practicable me parece ser la multipolarización de la mundialidad, su segmentación en espacios interrelacionados y autónomos. Quiero decir el alumbramiento de macroáreas regionales de naturaleza ecocultural y político-económica, de las cuales la Unión Europea es hasta hoy la experiencia más lograda, aunque su alineamiento sistemático con el pensamiento único en economía y con Estados Unidos en política exterior la prive en gran medida de su eficacia multipolarizadora. De aquí la urgencia, por una parte, de que recupere su plena autonomía, y con ella, la especificidad del modelo europeo, incluyendo el ámbito económico y, por otra, la necesidad de promover la existencia de otras macroáreas.

Entre ellas, la que representa América Latina, que, a pesar de los grandes obstáculos con que tropieza su integración, ha constituido, desde Bolívar, su permanente proyecto común. Proyecto que ha generado diversos procesos de institucionalización global de desigual fortuna, pero que han definido las condiciones para acabar lográndolo. La esforzada acción de la CEPAL durante varias décadas, el lanzamiento en 1960 del Mercado Común Centroamericano y de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) y la sustitución de esta última en 1980 por la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI) han puesto de relieve la voluntad, y al mismo tiempo la dificultad, de agrupar al conjunto de países latinoamericanos, aunque sea limitándose en un primer momento a establecer entre ellos un espacio económico común.

De aquí nace el convencimiento de que hay que proceder subregionalmente y paso a paso. Basado en él, la Declaración de Iguazú de 1985 inicia la integración bilateral argentino-brasileña y desemboca en 1991 en el Tratado de Asunción, que es un convenio-marco para la formación del Mercado

Mercosur y la otra mundialización

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Común del Cono Sur. Suscrito primero por Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay, se asocian posteriormente a él Chile y Bolivia, y gracias a una serie de instrumentos jurídicos -en especial, los dos Protocolos de Ouro Preto, el Protocolo de Brasilia, los dos de Las Leñas y Buenos Aires- instituye una estructura jurídica que debía ser suficiente para crear y consolidar un ámbito económico integrado. Lo que no acaba de suceder por la prevalencia de los intereses nacionales más coyunturales e inmediatos y por la ausencia de una voluntad política integradora. Dada la dificultad de transformar a los partidos y a los políticos nacionales en partidos y políticos de una nueva área común, porque todos temen que la transformación los descabalgue -en más de 50 años ha sido imposible crear una clase política propiamente europea-, sólo se puede contar para dicho fin con los actores de las sociedades civiles concernidas.

En ellas, y comenzando por el ámbito económico, que es el más inmediato, los primeros actores son los pequeños y medianos empresarios que contribuyeron decisivamente al crecimiento de los intercambios intramercosureños, multiplicando por seis su volumen entre 1990 y 1996, que hubiera sido aún mayor sin la devaluación brasileña. El balance de la experiencia, con todo, ha sido muy positivo y el mayor impedimento con que sigue tropezando es la falta de un mecanismo que resuelva los litigios comerciales. Pues el sistema previsto para la solución de controversias -propuesto en el Anexo III del Tratado de Asunción, precisado en el Protocolo de Brasilia y completado procesalmente en el de Las Leñas- es insuficiente y disfunciona con mucha frecuencia. Lo que obliga a los países de Mercosur a acudir, de forma inconsecuente, a la OMC para dirimir sus triviales diferencias sobre el arroz, los pollos o la leche. La creación de una instancia de arbitraje, flexible y diversificada por sectores y materias, promovida y apoyada por los presidentes de las Cortes Supremas de los Estados miembros, podría ser una herramienta que, sin las pretensiones ni las suspicacias que suscita un Tribunal Supremo común, resultase muy eficaz.

Lo que nos lleva al otro gran protagonista civil de Mercosur: los profesionales de la justicia y del derecho, sobre todo los jueces y los abogados, que pueden ser determinantes para el destino de la integración. Porque hay que dotar de reglas a Mercosur y aplicarlas, ya que un mercado sin reglas, hay que repetirlo hasta la saciedad, es un mercado de mafias. En los cursos que el Colegio de Altos Estudios Europeos, que dirijo de la mano del rector Rafael Puyol, ha organizado este año en Chile, Brasil, Paraguay y Argentina, los magistrados participantes han mostrado su gran interés por el proceso y su disponibilidad para incorporarse a él.

En resumen, para desmontar esta mundialización, salvaje a la par que monopolista, lo primero es reducir la dominación del espacio global único y desregulado, mediante la creación de un conjunto de macromercados que haga posible el funcionamiento económico de las distintas comunidades territoriales y sociales de cada área. Por ejemplo, sólo Mercosur, cuando exista en la plenitud de su ejercicio, podrá neutralizar los efectos perversos de la dolarización de las economías latinoamericanas y su incorporación a ese hinterland USA que es el ALCA, relanzando con ello la integración real de América Latina.

Pero esa fase liminar no basta. Hay que acometer al mismo tiempo en Mercosur y en las otras áreas el alumbramiento de la otra mundialización. En esa tarea estan ya comprometidas una serie de fuerzas del mundo del trabajo y las organizaciones de base a que me he referido antes. Porque lo nuestro no es humanizar la mercantilización del mundo como nos proponen compasivamente el presidente del Banco Mundial y el candidato Bush. No se trata de compasión, que no es una respuesta política, sino de ciudadanía democrática. Pues sólo un mundo de ciudadanos puede producir una mundialización solidaria.

José Vidal-Beneyto es director del Colegio de Altos Estudios Europeos de París.

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