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El Quijote como pretexto

Josep Ramoneda

De algún piso del Liceo surgió un escatológico grito de protesta, mientras caía el telón del Quijote de La Fura. No sé si era el desahogo de un miembro del sector carcundia del local, siempre dispuesto a encontrar motivos para escandalizarse, o el retorno a la vida de algún espectador al que el final de la obra sacaba del soponcio y la somnolencia. Puede que La Fura tenga la tentación de cargar sobre el conservadurismo del local la fría acogida que tuvo un espectáculo que se vendía como rupturista. Pero sería una manera de engañarse y pasar la maroma. El Quijote de La Fura brinda muchos elementos para reflexionar sobre el futuro del arte y los espejismos de la sociedad de la información. Y yo me querría fijar especialmente en uno: el papel de la escritura. Por más que se diga que hoy todo es imagen, todavía nos comunicamos por la palabra y sigue siendo la palabra el instrumento principal -e imprescindible- para construir historias o para armar espectáculos. Cuando falla la idea fuerza, cuando falla la sintonía entre el texto -el libreto no es feliz- y la textura del espectáculo -una música plana que suena a ejercicio tecnicista sin alma-, falla la química del espectáculo y no hay escenografía por buena que sea -y la de Miralles lo es- ni dirección de escena -en este caso, sin ritmo ni pasión- que puedan evitar el estropicio. Convencidos de que las nuevas tecnologías permiten realizar casi todas sus fantasías, algunos creadores desprecian el valor nuclear del texto -de lo que se quiere decir-. Una vana pretensión que conduce fácilmente a la precipitación y al vacío.Se habla mucho de la hegemonía de los mass media electrónicos. A ellos se atribuye el fin del sistema nacional-colonial (que la gran literatura británica habría ayudado a construir) y la entrada en la globalidad posnacional (Arjun Appadurai); o el fin del humanismo (construido a hombros de los libros) para dejar vía libre a la biotécnica en el parque humano (Peter Sloterdijk); o el salario del miedo (Paul Virilio) de la sustitución del arte por la tecnociencia; o la promesa de un mundo mejor, habitado por seres interconectados electrónicamente, que proclaman con entusiasmo los propagandistas del globalismo. Crece la idea de que la imagen acabará con la literatura y sus géneros, pero aun en el caso de que el libro estuviera destinado a desaparecer (cosa que está completamente por demostrar), la palabra seguirá siendo imprescindible. Puede que la dinámica de los mass media electrónicos conduzca a la simplificación: al eslogan que marca el camino que se debe seguir y seduce o al eufemismo que difumina las aristas y lo convierte todo en asumible. Uso de un vocabulario limitado, mensajes breves y una sola idea por discurso parece ser el horizonte literario de nuestro tiempo, conforme a las enseñanzas que expanden todos los asesores de imagen y otros profesionales de la limitación de los significados. Pero con medios electrónicos o con medios primitivos el mensaje del poder siempre ha sido el mismo: reducir el espacio de lo que se puede decir. Y precisamente contra esta castración está el arte, que desafía incluso la lógica de la razón empeñado en construir singularidades, objetos en su plenitud expresiva.

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El Quijote de La Fura tiene un valor de apertura -una tímida salida de contexto- por el hecho de presentarse en el Liceo y lo que significa. Y apunta a que puede haber un lugar para la ópera en el siglo XXI más allá del gusto por lo arcaico. Hay un espacio de encuentro entre la ópera y el espectáculo multimedia que es interesante explorar y que es positivo que haya motivado a algunos de nuestros mejores creadores -como era Miralles y como es la propia Fura-, aunque esta vez se hayan perdido en el laberinto de un edificio sin cimentación suficiente. La historia, el texto y la música no han catalizado. Y entonces cualquier emoción estética es imposible, cualquier idea estética se pierde en estricto gesto ornamental.

Por eso creo que el Quijote de La Fura da una pista: si realmente se quiere que la cultura crezca, volvamos a apostar por lo fundamental: escribir y narrar. Y esto no tiene por qué estar contraindicado con el futuro de los mass media. Los medios electrónicos también necesitan historias que contar, y la palabra es la primera vía para contar historias: escritas o habladas. Para que algunos puedan ejercer "la maravillosa facultad de poder dar aquello que uno no posee", según la definición de intérprete -actor- de Jean-Jacques Schuhl en la novela Ingrid Caven, para que algunos puedan dar lo que su pensamiento e imaginación poseen, es ineludible pasar por la escritura. De momento, por la red circula mucho más texto que imagen. Incluso en el tiempo de los mass media electrónicos se necesita un buen guión, un buen relato para construir un espectáculo, aunque sea multimedia. Sin duda, es imprescindible conocer y adquirir familiaridad con el lenguaje audiovisual en una sociedad en la que el papel de la imagen crece y crece, pero la pérdida del leer y del escribir se traduce en el orden mental y en la fuerza creativa. Aunque de ello no se hable cuando se debate sobre políticas culturales.

El gran triunfador del Quijote de La Fura es el escenario del Liceo, que confirmó sus enormes posibilidades, pero da pena que un instrumento tan potente esté encerrado en una jaula. La apuesta por el espectáculo multimedia, que no es más que una forma secularizada del viejo mito de la obra de arte total y que merece sin duda otras tentativas, hace más patente algo manifiesto desde que el Liceo se quemó: la decisión de reconstruirlo en el mismo estilo y en el mismo lugar puede que fuera un gran acierto político, de otro modo probablemente estaría todavía por empezar, pero es un gran fracaso cultural. Viendo el Quijote pensaba lo que podía ser un espacio en el que la escenografía y la acción hubiesen podido desparramarse por toda la sala. Una ciudad que se precia de cultura, urbanidad y civismo, debía haber sido capaz de afrontar el desafío de construir un Liceo de vanguardia. Pero este miedo a dar el salto que tantos proyectos ha frenado también tiene que ver con el estado de espíritu de una cultura que piensa que puede prescindir alegremente de la palabra y la escritura porque todo es escenografía.

Josep Ramoneda es periodista y filósofo.

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