Una sesión universitaria ANTONI PUIGVERD
La inauguración del curso universitario de Girona tuvo lugar ayer en la luminosa nave gótica de Sant Domènec, uno de los más bellos rincones de la ciudad. Asistí al acto impulsado por una intensa curiosidad. Deseaba contemplar a la ministra Anna Birulés en ejercicio del cargo. No para escribir, sino para coser imágenes del presente con las de mi pasado. Corría el año 1970 y el instituto de Girona fue cooptado para experimentar el primer COU. Necesitaría todas la páginas de este diario para resumir las grandes cosas que nos sucedieron. Bastará, para que se hagan una idea, con el nombre de uno de los profesores: Josep Pallach, recién llegado del exilio. Aquel mismo año tuvo lugar, en Burgos, un célebre jucio contra cinco etarras. Y nosotros organizamos un notable sarao en aquella ciudad mojigata y triste, colaborando con los escasos grupos clandestinos y protagonizando, casi sin darnos cuenta, la primera manifestación antifranquista. Codo con codo estuvo Anna con nosotros, los rebeldes, a su particular manera: obtuvo matrículas a manos llenas. Tenía 16 años y vestía maxifalda. Estos recuerdos privados forman parte de una historia que tuvo ayer una rara continuación. Al saberse que la ministra del PP había sido invitada a dictar la conferencia inaugural, grupos radicales de estudiantes decidieron convocar una concentración de repulsa exigiendo la dimisión del rector y la expulsión de la ministra. También por esta razón asistí al acto. Me intrigaba saber cómo se desarrollaría la repulsa y cómo afectaría el conflicto a la chica que, habiendo colaborado en la primera manifestación antifranquista de la ciudad, aparecía ahora en los carteles asociada a la cruz gamada y convertida, entre otras lindezas, en asesina de trabajadores inmigrantes y agresora de la cultura catalana.El acto empezó con puntualidad. Antes de entrar, oí a un chico: "Voy a hacerme enchironar". No vi lo que sucedió en la plaza cuando ella llegó. Ya ocupaba mi asiento cuando entró en la preciosa nave gótica junto al rector Nadal, al consejero Mas-Culell y al empresario Casademont. El coro entonó el Canticorum iubilo de Händel. Se entregaron unos premios y el rector dio paso a la conferencia de la ministra, la cual, después de ser aplaudida cortésmente, discurseó con voz firme, aunque con cierta timidez expresiva, sobre las relaciones entre empresa, investigación e universidad. Fue, la suya, una conferencia muy técnica, para nada política, aunque sí cordial, integradora de sensibilidades españolas, catalanas y sectoriales. Anoté, por ejemplo, que su Gobierno asume el retraso de la investigación española, que busca inspiración en la evolución tecnológica de la economía japonesa y que defiende una Universidad también al servicio del tejido productivo. Seguidamente, el coro entonó a Bach y el ambiente se enrareció de golpe. Empezaron a entrar policías de paisano. "Vos sou, senyor, ma fortalesa" cantaban los del coro bajo la espléndida luz gótica, mientras las cabezas del público giraban sin parar. Casademont intentaba empezar su alocución cuando entraron unos veinte alumnos claustrales gritando desaforadamente. Los policías cerraron fila frente a la mesa presidencial y durante media hora estuvimos aguantando los ininteligibles gritos de los alumnos, de estética okupa y bandera independentista en ristre. El rector Nadal les invitó a hablar. Sugirió que dimitiría frente a todo el claustro, no sólo frente a ellos. Pero ellos no hablaban. Se limitaban a los gritos. Casademont intentaba seguir con su discurso y ellos volvían a los gritos. Uno contó por el móvil a un amigo dónde estaba. Miré a la ministra: imperturbable detrás del cordón policial. De vez en cuando el público aplaudía las ahogadas palabras de Casademont. Se marcharon. Habló después, relajado, el consejero Mas-Culell. Y el rector Nadal cerró el acto con un bellísimo discurso sobre el fin de la memoria, la ruptura entre pasado y presente, la falsa libertad juvenil, la indiferencia hacia la suerte de los jóvenes y la necesidad de recuperar, mediante la educación, el interés por el otro. No era sólo el contenido del discurso lo que salvó aquel acto tan triste y tenso, sino la extraña fuerza de Nadal reivindicando el respeto y, a la vez, respetando a aquellos chicos que a muchos nos habían parecido tan irrespetuosos. Mientras bebíamos en el claustro una agria copa de champaña, los chicos que protestaban entraron de manera imprevista por una puerta y, con expresión rabiosa, insultaron hasta vaciarse. Los policías corrían, la ministra se fue, los profesores no sabían qué decir. Y yo pensaba en el mundo que hemos creado: finalmente hemos conquistado a Bach, finalmente hemos rescatado iglesias góticas para la ciencia, pero una rabia incontenible se cuela por las rendijas. Hay que escuchar a Bach rodeados de policía y con el eco de los gritos de nuestros hijos.
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