René Favaloro y la miseria nacional
JESÚS VILLARConocí a René Favaloro a principios de los años noventa, durante mi periodo de formación como investigador en el Hospital Mount Sinai de la Universidad de Toronto. Le escuchaba mientras me sentaba en uno de los pocos sitios libres en el suelo de un auditorio universitario que estaba hasta la bandera de estudiantes, médicos, farmacéuticos, biólogos, investigadores de varios países del mundo y políticos interesados por la ciencia. Había sido premiado junto con Christian Barnard y a Grusin por sus contribuciones en la cardiología y cirugía cardiovascular. Barnard fue el primer cirujano que realizó el trasplante de un corazón humano a otro ser humano. Grusin fue el pionero de la angioplastia coronaria, nombre que se da a una técnica médica mínimamente invasiva que consiste en dilatar las arterias coronarias para evitar la muerte del miocardio o músculo cardiaco. René Favaloro fue el inventor de la técnica quirúrgica conocida como by-pass aortocoronario, que desde su introducción hace más de 30 años ha salvado la vida de millones de enfermos cardiacos en todo el mundo. Desde entonces, estos tres grandes hombres de la cardiología y cirugía cardiaca eran firmes candidatos al Premio Nobel de Medicina.
Volví a hablar con él por teléfono en 1996 para invitarle a participar, junto a Salvador Moncada y Valentín Fuster, en un curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo sobre la importancia de la investigación biomédica. No pudo venir porque las fechas propuestas le coincidían con una visita a EE UU, pero prometió visitarnos en un futuro próximo. No va a poder ser. A finales de julio, Favaloro se suicidó con un disparo de pistola en el corazón, el órgano que según él hacía ruido, bombeaba sangre y podía servir de alimento.
Favaloro era argentino, hijo de una familia humilde de emigrantes italianos. Había estudiado medicina en la Universidad de La Plata en Buenos Aires y ejerció de médico rural en La Pampa. Sus ideas sobre el corazón le llevaron a ser aceptado por la prestigiosa Cleveland Clinic de EE UU para formarse como cirujano cardiovascular a principios de los años sesenta. En Cleveland fue el protagonista de una revolución en la cirugía cardiaca. Los enfermos con infarto agudo de miocardio morían porque el corazón se quedaba sin sangre suficiente para oxigenarlo debido a la obstrucción de las arterias coronarias que lo irrigan. Si las arterias coronarias se originaban en la gran arteria aorta, se le ocurrió crear un puente (en inglés, by-pass) entre la aorta y la arteria coronaria obstruida con un trozo de vena extraída de la pierna del paciente.
Tras experimentar con éxito en perros, en 1965 intervino al primer paciente con esa técnica. Con el paciente anestesiado, el tórax abierto, el corazón parado pero manteniendo la circulación y la oxigenación de la sangre con una máquina que hacía de corazón-pulmón artificial, Favaloro insertó el segmento de vena extraído y lo empalmó por los dos extremos para permitir que la sangre volviera a correr libremente, desde un orificio creado en la aorta hasta otro en la porción abierta de la arteria obstruida, para irrigar el corazón hambriento del combustible de la vida. A partir de ese momento, Favaloro obtuvo el reconocimiento de la comunidad médica internacional y marcó un hito en la popularidad de los avances médicos al cambiar las ideas que se tenían sobre la muerte y el corazón.
Pero además de gran médico y científico, Favaloro era también un gran humanista, intelectual, escritor (autor de un libro histórico sobre José San Martín, libertador de Argentina) e idealista que le llevó a rechazar quedarse en EE UU como responsable de un equipo de cardiólogos y cirujanos cardiovasculares. Su motivo: regresar a Argentina y ayudar al desarrollo de la medicina e investigación médica. Para la Cleveland Clinic, su marcha supuso un verdadero duelo del que nunca se repuso, por más que se le ofreciera el oro y el moro para que se quedara.
Su personalidad, cargada de energía y optimismo le llevó a ser el protagonista indiscutible del desarrollo de la cirugía cardiovascular de toda Hispoanoamérica, incluyendo Brasil. Creó el Instituto de Cardiología y Cirugía Cardiovascular dependiente de la Fundación que lleva su nombre y entregó su vida a la docencia y al fomento de la investigación en medio de un ambiente hostil, navegando contra viento y marea y luchando contra la inoperancia, ignorancia y corrupción de los políticos de su país. Mantuvo su vinculación con EE UU, donde sólo por un par de charlas recibía como honorarios más dinero que su salario mensual, bastante similar a lo que ocurre en España, donde alabamos y bien pagamos a los españoles que triunfan fuera; ponemos alfombras a los investigadores extranjeros que nos visitan, y somos verdugos de los investigadores que por cuatro pesetas siguen creando ciencia en el país.
A medida que fue pasando el tiempo, la cara y la mirada de Favaloro se fueron entristeciendo; la visión miserable de la sociedad en la que vivía le hizo mendigar los dineros que necesitaba para mantener la llama de la ciencia médica en su instituto. Pero su llama se fue apagando, y en su carta acusadora dirigida al presidente de la nación, escrita antes de suicidarse, le comentaba que ya estaba cansado de llamar y golpear puertas para recaudar el dinero que permitiera seguir trabajando e investigando a los cientos de médicos, profesionales e investigadores que tenía a su cargo. Es la misma indiferencia y falta de apoyo oficial que sentimos los que investigamos en cualquier lugar de España, donde un jugador de fútbol gana tres millones de pesetas diarios, el sueldo anual de cualquiera que esté ahora mismo intentando encontrar una cura para el asma, el sida, el cáncer o las neumonías resistentes a antibióticos, y se gastan cantidades de dinero que producen dolor de oído en programas televisivos realizados por charlatanes y descerebrados con el fin de perpetuarse y multiplicarse.
El mundo está de luto por Favaloro. Su suicidio es el suicidio lento de todos los investigadores españoles obligados a mendigar desde la época de Ramón y Cajal.Jesus Villar es director de la Unidad de Investigación del Hospital de la Candelaria, de Santa Cruz de Tenerife, e investigador asociado en el Mount Sinai Hospital Research Institute de Toronto (Canadá)
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