De la cultura
En este agosto trágico, sólo han hablado la muerte y sus secuaces. Por eso, las propuestas civilizadas apenas si han alcanzado a hacerse oír. Escaso eco han tenido, a mi juicio, las palabras del nuevo secretario general de partido socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, sobre la necesidad de que su partido se convierta en un referente cultural desde el que articular un distinto sistema de valores. Me parece de un altísimo interés oír hablar así a un cualificado responsable político.La gestión socialista apostó durante el mandato de González por la modernización material del país y dibujó algunos gestos, sólo algunos gestos, en política cultural. Esos gestos fueron bastante más de lo que se había hecho con anterioridad, pero bastante menos de lo que era necesario hacer. Zapatero se refería, si interpreto bien sus palabras, a la cultura como actitud vital y a su partido como referente de un cambio cultural profundo, con expresa mención de la almoneda en que hoy se cotizan los valores culturales, arrasados por la barbarie televisiva del deporte a todo trapo y los reality shows.
La propuesta es valiosa porque da a la izquierda un campo fecundísimo donde actuar. La única revolución hoy posible es la revolución cultural, que nada tiene que ver, va de suyo, con las mitologías y floristerías del pasado. Se trataría de dotar al país de la gran red de bibliotecas públicas que necesita, bien nutridas mediante la compra masiva y sistemática de libros a cargo del Estado; de asentar en la enseñanza pública los principios de la laicidad, esto es, de la conciencia de que el hombre es, o debe ser, el dueño de su historia; de la reconversión de los medios informativos públicos, la televisión en primer lugar, en instrumentos de cultura y de calidad de vida.
No será cosa de desplegar programas culturales minoritarios, sino de facilitar la información, presente e histórica, sobre nuestra realidad, y hacer del ocio un hecho de calidad, y no de embrutecimiento como en la actualidad sucede. Nada tiene que ver este planteamiento con ninguna clase de dirigismo. La misión del partido capaz de instrumentar este cambio sería la de ser motor, impulsor de una distinta y más alta clase de valores. Constituiría, naturalmente, un agente decisivo que no intervendría en los contenidos y orientaciones del discurso cultural, sino que sería el soporte activo de éste, su dinamizador.
Las palabras de Zapatero encierran una rectificación tácita, porque la apuesta modernizadora de González y sus equipos se vedó más allá, como he dicho, de algunos gestos en cualquier actuación en este campo. De hecho, la televisión pública se deslizó por la cuesta abajo de la degradación, con algunas excepciones, muy escasas; de la red pública de bibliotecas, cacareada hasta el delirio, nunca más se supo, o se supo poco, y en la educación, la Administración socialista se limitó a extender la comprehensive school, sin más refinamientos ni sutilezas, y convertir el sistema público de enseñanza en una escuela para pobres. El ideario de los centros públicos quedó en la indefinición, en la vaga apelación a los principios constitucionales, sin que el Estado tuviera nada más que decir, todo ello bajo la acomplejada preocupación de que no volviera a existir la Formación del Espíritu Nacional. Preocupó mucho más el hecho de poner trabas a la enseñanza de la religión, lo que era manifiestamente ingenuo y levemente retro, que el de proponer a los escolares un código cívico de actitudes y comportamientos.
El partido socialista creía así salvar a su electorado de centro, pero el caso es que lo perdió en cuanto éste vio la posibilidad de un Gobierno conservador que encontraría un poder civil sólidamente asentado y una España integrada en la Unión Europea. La faena dura la había hecho la izquierda y ahora un partido conservador podía recoger los frutos.
Pero existe un electorado fiel, a pesar de todos los pesares, que está demandando laicidad y fidelidad a los valores humanísticos, además de igualdad. La única manera de que esa demanda arraigue estriba en la intervención beligerante de los poderes públicos. De lo contrario, nos aguarda cada vez más chabacanería, más barbarie y, desde luego, menos igualdad y menos libertad.
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