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Veinte mil

LUIS MANUEL RUIZCuentan que llevaron a Josep Pla a Nueva York y que le pasearon por la Quinta Avenida, Broadway y todos esos lugares atiborrados de luces y espejos; luego del trayecto, cuando preguntaron al hombrecito del cigarro y la boina qué le había parecido la ciudad, él inquirió con timidez:

-¿Y quién paga todo esto?

La perenne, la insoluble pregunta. Paso de noche por el puente del Alamillo en dirección a la SE-30, dejo atrás el acero, los plásticos y las bombillas, enfilo la autopista y a mi derecha comienza a renquear un mastodonte de ladrillo rojo con un caparazón de vidrio, una especie de descomunal mausoleo truncado que han rodeado de avenidas de árboles, parterres y un hotelito para atenuar la severidad geométrica de la arquitectura. Son las tres de la mañana cuando paso, las farolas de los alrededores del edificio están encendidas, alumbrando papeleras abandonadas, aparcamientos vacíos; detrás del vidrio se adivinan los parpadeos de las luces de emergencia, el conjunto aparece rodeado de un extraño fulgor azul que le presta una solemnidad sobrenatural. Pequeños como insectos, guardias jurados hormiguean frente a las salidas, se montan en coches, juegan al scalextric en los paseos desiertos. Continúo mi camino y el ingente monumento queda atrás, olvidado en el silencio y la noche, y yo me acuerdo de esos grandes barcos de matrícula rusa varados en los puertos, podridos por la inactividad, fósiles oxidados de los que ningún museo de Historia Natural se hará cargo. Y como el viejecito de Nueva York, yo me pregunto quién paga todo eso, el colosalismo faraónico, las luces y las avenidas, la espera eterna en una rada cuya única salida atendible es el desguace. Hace dos años la respuesta no estaba nada clara, hoy sabemos que no existe solución: qué hace Sevilla con un estadio olímpico.

El sorprendente sentido de la previsión de nuestros mandatarios municipales nos ha llevado a esto: 20.500 millones de pesetas (es la cifra incrédula que dan los telediarios) en un pedazo de hormigón y gloria que no va a poder aprovecharse al menos en los quince años venideros. Si lo que se pretende es hacer un favor a Sevilla, parece que los gastos no han podido ir peor dirigidos. ¿Alguien esperaba en serio que el Comité Olímpico fuera a abogar por una ciudad con los gravísimos problemas de urbanismo y comunicaciones que Sevilla padece? ¿Se subsanan las sangrantes deficiencias de infraestructura derrochando cifras astronómicas en coliseos, en proyectos de puertos deportivos? Hasta ahora, los veinte mil millones no han servido más que para recibir el fugaz campeonato de atletismo y dos partidos de la selección. El futuro es incierto; los gestores se lanzan a los periódicos a asegurar que se barajan planes de ocupación mientras observan preocupados las cuentas de la electricidad, del mantenimiento, de la seguridad. Y apenas unos minutos más tarde del varapalo olímpico, Monteseirín implora por los micrófonos la paciencia de los sevillanos, porque si algo está claro es que no nos vamos a quedar sin Juegos, por muchos millones que haya que gastarse. Siempre que no se inviertan en construir el metro, adecentar ciertos barrios o dotar a la periferia de nuevas circunvalaciones, claro. Faltaría más.

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