El valle de los huesos
Desde la Edad Media, el modo más eficaz de conocer Valencia fue encaramarse al mástil octogonal de la catedral, El Miquelet, y aproximarse a la ciudad desde lo alto con una visión total. Esta concurrencia terminó por trasvasar la sustancia de la ciudad a la torre, y este pezón gótico que proyectaba el espíritu religioso hacia arriba se convirtió en la imagen de Valencia durante muchos siglos. A diferencia de otras ciudades que sustituyeron sus referentes medievales por otros contemporáneos, el campanario de la catedral no ha tenido contestación arquitectónica hasta finales del siglo XX con la Ciudad de las Artes y las Ciencias.El proyecto del arquitecto Santiago Calatrava, a efectos simbólicos, arranca a Valencia de la Edad Media y absorbe toda la sustancia que hasta ahora había retenido la torre gótica. En el futuro, lo mismo que ocurrió en el pasado, Valencia será sólo eso. El primer símbolo que emergió de este enorme complejo esquelético de hormigón blanco, que trata de sintetizar el estado transagrícola y postindustrial hacia el que camina el País Valenciano, fue el ojo óseo del planetario conocido como L'Hemisfèric. En apenas un par de años, este edificio tan anatómico ya suplanta a Valencia en muchos ámbitos.
En el interior de ese globo ocular de 14.000 metros cuadrados tienen lugar proyecciones de fenómenos astronómicos, que quizá constituyan una nueva vertiente religiosa en los próximos años ante la efervescencia científica, con su correspondiente fe y santoral, del mismo modo que ocurrió en las catedrales medievales. Incluso puede que en lo sucesivo haya que meterse en este estómago de huesos para comprender la ciudad. Pero más allá del uso doctrinal al que se destina un edificio, siempre existe una poderosa energía laica en la superficie esculpida por la intemperie.
El lenguaje esquelético del arquitecto supone la consagración de la materia. En su substrato hay un alegato seglar y un homenaje al círculo científico de la Academia de las Ciencias parisina. Santiago Calatrava estableció la correspondencia entre la arquitectura y la anatomía a partir de un libro de Rafael Pérez Contel que reproducía unas láminas del grabador valenciano Crisóstomo Martínez, uno de los principales representantes de la primera generación de microscopistas clásicos del siglo XVII. Este grabador había trabajado junto al anatomista Guichard Joseph du Verney y el círculo de científicos en París, y sus trabajos sobre los huesos impactaron al arquitecto en su juventud y conquistaron su interés.
Poco tiempo después, un amigo incentivó más si cabe este entusiasmo regalándole un esqueleto de perro, cuya belleza y elasticidad ha llevado a todas las estructuras que ha dibujado como arquitecto e ingeniero. Hasta ahora el espíritu había simbolizado la ciudad. En adelante, este protagonismo corresponde a la materia.
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