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Alhambra

Granada está viviendo estos días un agosto inédito. Las plazas están repletas de turistas que se doran al sol y no cabe un alfiler ni en la Capilla Real ni en el Mirador de San Nicolás, al que el presidente Bill Clinton, por un error de protocolo, le impuso una de las más bellas puestas de sol del planeta que, sin embargo, no existen. Las teterías marroquíes de la calle Calderería, en el Albaicín, que han recuperado para el barrio lo olores hermosos y acogedores de antaño, están repletas de visitantes ávidos de un Al-Ándalus de cartón-piedra. Toda la ciudad, de hecho, está atiborrándose estos días con el turismo.Y la joya de la corona de ese inmenso reclamo promocional es la Alhambra. El monumento más visitado de Europa, por el que cada año pasan más de un millón de personas, ya no da abasto. No es de extrañar que, por tanto, cada vez que llega agosto, se produzca el mismo fenómeno: centenares de turistas en larguísimas colas que luego no logran acceder al recinto; protestas indignadas de gente que tiene que marcharse frustrada sin haber podido contemplar de cerca el Patio de los Leones. Reclamaciones. Más reclamaciones.

Lo que parece que no se ha tenido en cuenta por parte de los responsables turísticos granadinos es de qué forma puede resentirse el monumento al cabo de unos años si sigue ese ritmo frenético. Granada y la Alhambra tienen unas dimensiones humanas, no neoyorquinas. Y ya ni siquiera el sistema de reserva de entradas por anticipado, ni el cupo para reducir el número de visitas, parecen servir de barrera protectora del recinto. La joya nazarí, edificada para ser paseada y contemplada con una infinita tranquilidad musulmana, hecha para ser saboreada en sus detalles, es ahora devorada con la ferocidad con que se engulle una hamburguesa, fotografiada como si fuese un gran premio de Fórmula 1 y abandonada a toda velocidad para que entre un nuevo turno de comensales ávidos. Empiezan a ser necesarias voces que digan que hay que parar, turistas que sean conscientes de que las visitas se planifican, no se improvisan y responsables turísticos que no vean la Alhambra como un inmenso parque de atracciones, sino como lo que es: el frágil resto de una cultura que se perdió para siempre y que no podrá reemplazarse.

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