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Aquí hay petróleo

Cuentan las crónicas que, a finales del siglo pasado, cuando las brigadas de obreros excavaban y preparaban los terrenos para la construcción de nuevos edificios en los solares y alrededores del destruido y heroico palacio y cuartel de Monteleón, afloraron en superficie grandes capas de betún maloliente que obligaron a interrumpir las obras y alejaron de la zona a los viandantes y vecinos del entorno.Cuentan también que los sabios y doctores reunidos para buscarle explicación al repugnante fenómeno coincidieron en que se trataba de un yacimiento de hidrocarburos naturales producidos por la acumulación de restos humanos que provenían del antiguo pudridero de la Inquisición que había tenido su macabro "brasero", quemadero, muy cerca de allí, en la glorieta de San Bernardo.

La calle de Carranza, a cuyos pies manaba la nauseabunda marea negra de los ajusticiados, está dedicada hoy por justicia histórica y poética al sabio arzobispo Bartolomé de Carranza, confesor de Felipe II, luz de Trento y víctima de un largo y absurdo proceso inquisitorial por haberse tomado demasiadas libertades al hacer comentarios sobre el catecismo, proceso que le amargó la vida y le llevó de cárcel en cárcel hasta el exilio.

Reza el lema de Madrid que la ciudad fue edificada sobre agua, pero la realidad sigue demostrando cada día que fue edificada y reedificada sobre cadáveres. Cada vez que las excavadoras meten su pala en el suelo de los barrios históricos de la Villa dan con una pila de huesos mondos y los obreros mecanizados se ven como los sepultureros de Hamlet.

La aparición de restos humanos o arquitectónicos en el subsuelo madrileño no detiene al señor alcalde, nada hamletiano y obcecado excavador de criptas y pasadizos. Los hallazgos arqueológicos, que son la pesadilla de los constructores en cualquier ciudad que se precie de histórica, son aquí pura filfa, un pequeño inconveniente que se zanja echándole imaginación como en ese proyecto sobre la castigada plaza de Ramales, en la que mientras hurgaban y hurgaban en la tierra buscando la osamenta del Velázquez, les ha salido como sin querer un aparcamiento, pero un aparcamiento-museo, una ingeniosa y ergonómica solución que se propone instruir aparcando, ración de cultura y hora de estancia por el mismo precio.

Un día de estos el alcalde Álvarez del Manzano acabará por encontrar petróleo en el subsuelo madrileño de tanto perforar sobre posibles bolsas de hidrocarburos y entonces se acallarán las críticas y hasta sus detractores acérrimos tendrán que reconocerle el mérito y el ingenio.

Tendrá que perforar mucho y crear muchísimas plantas de plazas subterráneas, porque como ya sabían los alquimistas medievales, que llamaban al petróleo "aqua infernalis", los yacimientos petrolíferos se encuentran siempre muy cerca del infierno.

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De momento no tenemos petróleo pero tenemos gasóleo fluyendo por nuestras alcantarillas camino del Jarama, lo que no es motivo precisamente de plácemes y enhorabuenas, sino de acusaciones y contra-acusaciones de unos y otros responsables que, al final y en la mejor tradición castrense, le han ido a echar la culpa al último de la fila, a un obrero olvidadizo que le hizo o le dejó de hacer algo a una válvula que por lo visto era importante.

Un fallo humano, un fallo que puede tener cualquiera pero que se evita con otro humano cualquiera que supervise y controle tareas de tanto riesgo. A causa de pequeños fallos humanos, el gasóleo pasa muy a menudo a formar parte de los ingredientes del agua del grifo en muchas comunidades, villas y barrios, a veces con el arsénico para darle el toque final al cóctel, una variante aguada del célebre "Mólotov".

Los más optimistas, como el alcalde, piensan que, si las cosas van a más, tal vez en fechas próximas podremos llenarle el depósito al coche desde el grifo de la cocina para ir a comprar agua potable al camión cisterna de Repsol que habrá dejado lo de los petróleos para dedicarse a los pantanos.

Por fin, aunque con trampa, se cumplirá el viejo sueño del motor de agua, un timo que en su día estuvieron a punto de colocarle al general Franco que creía en el proyecto, sin reparar en que si el artilugio funcionaba aún iban a agravarse más las secuelas de la pertinaz sequía que sufríamos a su mala sombra.

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