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LA OFENSIVA DE ETA

La línea del infarto

Más de 20 conductores de autobuses municipales de San Sebastián sufren problemas de corazón por los ataques incendiarios de los jóvenes proetarras

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La señora Olabeaga no había pasado tanto miedo desde que los falangistas entraron en Zarautz, aquel septiembre negro del año 36. Le cortaron el pelo al cero, mientras encarcelaban a toda su familia por ser nacionalista. Nunca desde entonces, ni con Franco en el poder absoluto, la señora Olabeaga había sentido un "miedo físico" parecido al que sufrió el pasado jueves en San Sebastián. Se lo contó con amargura a su hijo, Iñaki Anasagasti, portavoz del PNV en el Congreso de los Diputados, que lo refirió el domingo en un periódico de Bilbao: "Iba con una amiga a una reunión de verano en Donostia, donde siempre pasa el mes de agosto. Se les ocurrió, en mala hora, coger un autobús. Iban tan tranquilas cuando un grupo de nazis encapuchados y con bates de béisbol destrozaron los cristales, echaron líquido inflamable y quemaron el autobús. Dos minutos más y hubieran ardido dentro. A su amiga, le hirieron los cristales. Ella quedó traumatizada ante la barbarie de aquellos salvajes y tuvo que ser atendida".El autobús del que la señora Olabeaga y su amiga, otra decena de pasajeros y el conductor de la compañía municipal de transportes de San Sebastián debieron salir corriendo -un Mercedes matrícula SS-0464-AZ- está ahora al fondo de un garaje, junto a los esqueletos chamuscados de otros tres vehículos incendiados en distintos barrios de la ciudad. "Nazis encapuchados" o "chicos de la gasolina", según se refieran a ellos Iñaki Anasagasti o Xabier Arzalluz, los jóvenes seguidores de ETA han quemado 18 autobuses en sólo una semana. Ninguna provincia vasca se ha salvado. A una media de 25 millones de pesetas por vehículo, ya van 450 millones tirados a la basura. "Y eso no es lo peor". ¿Qué es entonces? "Lo peor es esto: mire; lo peor es el miedo".

El conductor, de unos 40 años de edad, señala entonces su brazo izquierdo. Se le ha erizado la piel. Él conducía uno de los autobuses incendiados en los últimos días. Hacen corrillo junto a él cuatro chóferes más. Sólo uno dice no haber tenido nunca un encontronazo con los nazis, con los chicos de la gasolina. El resto sabe que el miedo huele precisamente a eso, a gasolina y a chapa chamuscada; que, pese al calor que desprenden las llamas, el sudor es frío y el corazón se desboca mucho más allá de la velocidad permitida. "A mí", dice uno de los trabajadores, "me dio un infarto justo después de recibir un ataque, y no soy el único, no. Veinte de los nuestros han estado de baja por problemas del corazón: anginas de pecho, infartos. Por cierto, ¿Zamarreño ha vuelto al trabajo?".

No, Zamarreño sigue de baja. Conducía un autobús articulado -casi 40 millones de pesetas- a eso de las once de la noche del pasado martes por el barrio de Gros. Seis o siete jóvenes encapuchados se le pusieron delante. A partir de ahí, la historia se puede contar de dos maneras. Con los datos escuetos de un parte de la Ertzaintza o así, como lo cuentan estos cinco hombres, pantalón gris marengo y camisa celeste con el nombre de la empresa -Tranvías de San Sebastián- bordado en blanco. Apoyan el relato de lo que le ocurrió a Zamarreño la otra noche con lo que ellos mismos han vivido tantas veces. "Por cierto", interrumpe uno antes de empezar el relato, "¿sabe usted cuántos autobuses han incendiado en San Sebastián desde el año 1981?..., pues apunte: 94".

"Serían las once de la noche, quizás las once y cinco", uno de los hombres empieza a contar, desde el fondo del garaje llega el olor a quemado, "sólo quedaban tres autobuses en la calle. Unos cuantos chavales, muy jóvenes, se acercaron al articulado. Iban encapuchados pero se notaba que eran jóvenes, cada vez lo son más, también más violentos.Por eso, ahora tenemos más miedo que antes, se les ve más nerviosos y cualquier día va a suceder una desgracia. Así que rompieron los cristales. Utilizan piedras, bates de béisbol, barras de hierro o porras desplegables. Dan mucho miedo. Rompen los cristales para crear corrientes de aire y que el fuego se propague con más rapidez. El ruido es ensordecedor. Ellos gritan: '¡fuera, fuera!". No puedes hacer nada, ¿qué vas a hacer? Antes te dejaban recoger la recaudación, las máquinas de los billetes, tu cartera. Ahora no. El otro día", sigue el relato uno de los que sufrió el último asalto, "ellos no podían romper los cristales y yo no acertaba a abrir las puertas, así que la gente se puso a llorar, era gente mayor, yo metí la cabeza debajo del volante para que no me la destrozaran. Una vez que conseguí salir, me rociaron los pantalones con gasolina. Así se aseguran de que no intentarás apagar el fuego cuando ellos salgan corriendo. Mientras la gente va saliendo, ellos derraman la garrafa de gasolina por los asientos, luego tiran una cerilla y ya está. Cuando llegan los bomberos, el autobús ya ha pasado a la historia".

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Estos hombres y mujeres tienen miedo. También sus familias. Ser conductor de autobús en Euskadi se ha convertido en un sobresalto continuo. "Ves que se te acercan tres o cuatro con pinta de Jarrai", dice una conductora, "y te echas a temblar. Y, luego, aunque no sean, ya no se te quita el susto en toda la tarde".

"Yo creo", dice otro de los conductores, "que los chavales reciben dinero por meterle fuego a los autobuses. Si no, no se entiende. ¿Qué sentido tiene? ¿Que los trabajadores tengan que ir andando al trabajo? Cuando la empresa era privada, se retiraban los autobuses y ya está, ahora, como es pública, a comprar más autobuses". El concejal de Movilidad de San Sebastián, Ernesto Gasco, confirma que el Gobierno vasco subvenciona una parte de los vehículos calcinados y que el resto lo paga el seguro, pero que aun así, es una ruina.

La ruina de ver a un anciano llorando mientras un chaval de la edad de su nieto incendia el autobús. Nietos convertidos en nazis encapuchados o en chicos de la gasolina, según se mire.

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