El Gran Flujo
Han descubierto un hongo de 900 hectáreas de extensión (novecientos campos de fútbol juntos) y un metro de grosor, y no entiendo cómo no lo habían visto antes, y miro alrededor por si aquí también hay un hongo en el que nadie se ha fijado, pero resulta que el hongo es subterráneo, asesino de árboles: una especie de amasijo de cordones de zapatos bajo el bosque de Malheur, en las Montañas Azules de Oregón. Aquí, en vez de hongo, una oleada de alquitrán ha recorrido la costa, de La Línea a Estepona, toda la inmundicia de las cisternas de un barco sucio limpiado en alta mar. Hasta la playa de la Misericordia de Málaga llegaron las salpicaduras.Y, al mismo tiempo, empezaban tres millones y medio de viajes en coche por las carreteras de Andalucía: el Gran Flujo del 15 de agosto, fiesta de la Asunción de la Virgen, inmensa humareda de tubos de escape. Una mínima porción del Gran Flujo está ahora mismo comprimida aquí, al lado de mi casa, en la estrecha calle Arropiero de Nerja, calle sin sitio para aceras. La furgoneta que reparte agua mineral y barriles de cerveza y sidra de Irlanda está parada a la puerta del bar Durty Nelly, descargando. Podría pasar un coche si se pegara a la pared norte de la calle, pero a la furgoneta la sigue un camión, el camión de la leche, y en unos segundos se ha formado una fila de coches que se alarga más allá de la calle Arropiero, por la calle de los Huertos.
Hay un momento de silencio de motores en ralentí, y oigo la máquina que mueve las agujas del tatuador (la tienda de tatuajes de la calle Arropiero), un ruido de torno de dentista, y me acuerdo de las niñas del colegio de monjas que con la aguja de las labores se grababan una inicial en la mano: decorarse la carne siempre ha sido cosa de prisioneros y soldados y marineros embarcados infinitamente, habitantes del tiempo muerto. Abunda el tiempo libre en nuestro tiempo, tiempo libre encerrado ahora mismo en la calle Arropiero, en vacaciones, sin prisa, hasta que alguien piensa que debería estar en otra parte: qué pinta uno en esta calle estrecha con este calor. Y el veraneante en bañador dentro del coche toca el claxon por prisa o por aburrimiento. El claxon, qué alegría.
Son brutales las bocinas en la calle de tres metros de ancho, taladrando oídos de peatones que pasan pegándose a la pared, expulsados por la marea de coches. Suena el claxon impaciente y los peatones hacen gesto de fastidio: Dios mío, cómo zumba en el oído este claxon. Y toca otra vez el claxon el bañista motorizado mientras el chófer de la furgoneta descarga un barril y corre a ponerse al volante. (Los de los coches no ven la furgoneta, la tapa el camión de la leche. Nadie sabe exactamente por qué está atascado aquí: casi nadie sabe nunca por qué está donde está.) Y suena el claxon y el peatón hace un gesto de dolor y el bañista motorizado lo ve. Y toca otra vez, un buen pitido, y se ríe. ¡Se ríe! Qué hongo invisible, qué gigantesca maraña de cordones hay detrás de la ferocidad y el aburrimiento con que toca este señor el claxon hasta que se mueven la furgoneta y el camión de la leche y todos los coches encerrados en la calle Arropiero, como una corriente de alquitrán en tierra.
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