Tinto de verano
Comentaba el profesor Ramón Margalef, que gran parte de las reliquias que se conservan en las iglesias son restos de animales domésticos, y que la auténtica ya hace tiempo que fue vendida para abastecer la despensa de la rectoría. Y añadía, con una sonrisa pícara de catedrático emérito: "¡Santa Rosalía es una cabra y San Narciso un pot-pourri de huesos de animales domésticos!". Y posiblemente tenía razón. En un pasaje del Gatopardo, el Príncipe de Lampedusa ya se explayaba a gusto contra ese fetichismo místico y fraudulento del relicario, y en la catedral de Valencia, durante mucho tiempo, se veneró un diente de san Cristobal, de tamaño colosal (como correspondía a aquel santo gigante que transportó a Cristo), y que, en realidad, resultó pertener finalmente a un mamut. Por eso, como también sugería Margalef, si un investigador decidiese hacer un estudio sobre las reliquias que se conservan en el Vaticano, la diversidad biológica que se descubriría nos dejaría asombrados. Y algo parecido sucedería con muchos de los milagros de los que se nutre la tradición cristiana, como aquel famosísimo de las hostias sangrantes, acaecido el verano de 1263, en el lago de Bolsena. Un sacerdote alemán que peregrinaba hacia Roma, observó, con lógico asombro, cómo durante la consagración se desprendían de la hostia unas gotas rojas. "¡Sin duda, es la sangre de Cristo en su agonía!" exclamó, y dió lugar a una de las leyendas cristianas más populares. Ahora se sabe que la bacteria Serratia marcescens puede crecer sobre el pan de hostias -y muchos otros medios-, formando unas colonias de rojo intenso, que cualquiera podría confundir con salpicaduras de sangre. Por eso, cuando cada verano se repite aquel milagro sanguinolento, en aquel tinte no hay que buscar lo divino, sino tan sólo lo impuro e infecto.
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