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Tribuna:Un relato de Julio Llamazares
Tribuna
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Un cuento de encargo (4)

Julio Llamazares

El, en su caso, tampoco se fiaría. Al contrario, si él fuera el director, estaría encima de él todos los días, no fuera a olvidarse del relato.El escritor conocía su imagen; su fama de escritor lento y un tanto indisciplinado que le había hecho temible en las editoriales. Cada año, su editor le llamaba un par de veces para ver cómo llevaba la novela y él siempre le respondía lo mismo: más o menos.

-Más o menos... ¿Qué quieres decir con eso?

-Pues eso: que más o menos. Y de ahí no le sacaban.

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Siempre había escrito así: despacio y sin gran constancia. Para él, la literatura no era una profesión, aunque desde hacía ya años vivía exclusivamente de ella, sino una destilación paciente de las palabras. Lo contrario, se decía, no merecía la pena. Y aunque la mereciese. A él no le interesaba.

Pero, ahora, no se trataba de escribir una gran obra. Se trataba simplemente de escribir un cuento breve para consumo de un público lector que ni siquiera se fijaría en el texto. Como mucho, en el tejido de la trama.

Pero, ¿qué podía contarles? ¿Una aventura estival? ¿Un triángulo amoroso? ¿Un relato con ribetes policíacos? Escribe de cualquier cosa, le decía su mujer, que en seguida lo solucionaba todo.

Pero a él no le apetecía escribir de cualquier cosa. Él era un escritor serio y solamente escribía de lo que le interesaba a él. Allá otros si lo hacían. Cada cual tenía sus límites y su conciencia profesional.

El problema era, entre tanto, que el tiempo se iba pasando. Ya había perdido diez días y apenas le quedaban otros diez. Mucho tiempo para otros, pero apenas un suspiro para él. Sobre todo, si seguía sin saber de qué escribir.

Como le ocurría en esos casos, el humor empezó a cambiarle. La indecisión en la que vivía hizo que se volviera irascible y lo pagaba con su familia, que no tenía la culpa. Su mujer, sobre todo, que lo único que hacía era tratar de ayudarle (bien es cierto que, a menudo, atosigándole todavía más), era la que llevaba la peor parte.

-Hijo, es que no se te puede decir nada -se quejaba.

-Lo que no puedes tú es estar callada.

-Tranquilo, que no te volveré a decir ni mú.

Pero, enseguida, se le olvidaba:

-¿Qué quieres para cenar?

-Me da igual -decía él, reconcentrado.

-Pues si a ti te da igual... -le respondía ella, alejándose.

Tenía que hacer algo. No podía seguir así. Si seguía así mucho tiempo, sin resolver aquel compromiso, terminaría hasta divorciándose. ¿Quién le mandaría a él, pensó por enésima vez, aceptar escribir aquel relato?

El escritor pensó que quizá lo mejor que podía hacer era irse unos días a escribir a la casa que tenían en el campo. Solo. Sin la familia. Para que nadie le molestara.

Pero tampoco ésa era la solución. Lo de la casa del campo era una buena idea, siempre y cuando supiese antes de qué iba a escribir el cuento. De lo contrario, concluyó él mismo, lo único que conseguiría era acabar de volverse loco.

El escritor se empezó a poner nervioso; quiere decirse: mucho más de lo que estaba. Desde hacía varios días, estaba muy irascible, pero, desde la llamada del director, la angustia le iba minando. ¿Quién le mandaría a él, volvió a pensar otra vez, comprometerse a escribir el cuento?

Pero tenía que escribirlo. Ya se había comprometido y tenía que escribir aquel relato. Aunque indisciplinado y lento, él era hombre de palabra.

Decidió empezar de nuevo. Por donde fuera, le daba igual. Tarde o temprano, pensó, tendría que ocurrírsele una idea, por más que ahora comenzara ya a dudarlo. Ya le había ocurrido otras veces y, al final, siempre acababa escribiendo algo.

Recordó la vez, por ejemplo, en la que el mismo periódico le encargó otro cuento largo. Aquél no era para el verano, sino para Navidad. Como ahora, estuvo varios días sin saber de qué escribir, dando vueltas y más vueltas a mil temas, hasta que, un día, se le ocurrió la idea: contaría un suicidio navideño. Más que nada, por joder. Al revés que a la mayoría de las personas, a él la Navidad le parecía muy triste. Lo escribió en una noche, sin acostarse, y a la mañana siguiente ya lo tenían en el periódico.

Pero, ahora, era más difícil. El relato que tenía que escribir era más largo que aquél y, además, tenía menos tiempo para hacerlo. La verdad es que veinte días (de los que ya sólo le quedaban la mitad), eran demasiado pocos para escribir un cuento de veinte páginas.

¡Veinte páginas! Si era casi una novela... Por lo menos, para él. De todos los relatos que había escrito, ninguno se aproximaba, ni de lejos, a esa cifra.

Cierto que había escrito muy pocos. Y casi todos de encargo. El periódico era, de hecho, el culpable de al menos la mitad, y eso que durante un tiempo había dejado de publicarlos, abandonando una constumbre que tenía desde antiguo, no sé sabe si para apoyar el género o por rellenar con algo el vacío informativo del verano.

Él escribió así varios de ellos. Y, la verdad, no le disgustaba. Al revés que las novelas, que nunca podría escribir así, para escribir un relato necesitaba un impulso externo o, por lo menos, un compromiso como el que ahora tenía. Quizá era una cuestión de estilo o simplemente de géneros. Como decía Carlón, su consejero y amigo, al igual que en el atletismo, en la literatura también hay escritores que se desenvuelven con mayor o menor éxito en cada una de las distancias. Unos prefieren las cortas y otros el maratón.

Seguramente, era eso. Seguramente -pensó-, el problema que él tenía es que no estaba dotado para escribir cuentos cortos, de la misma manera en la que otros escritores naufragaban al escribir novelas, mientras que, en los cuentos cortos, se movían con soltura y maestría. Por eso, él no escribía cuentos: porque no era su distancia.

Pero, ahora, tenía que escribir uno. Aunque le costara sangre. Tenía que escribir uno aunque fuera solamente por orgullo de escritor.

Aunque indisciplinado y lento, él era hombre de palabra.

Continuará

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