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Tribuna:FIESTAS DE VITORIA
Tribuna
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La otra ciudad JAVIER UGARTE

Las mañanas de fiestas de La Blanca son el momento con mayor sabor tradicional de todo el día. El despistado puede llegar a pensar que ha vivido un viaje en el tiempo, si no fuera por esos pequeños detalles que le sitúan en el año 2000. Ahí están, por ejemplo, los exóticos nombres de los vendedores callejeros, algo impensable hace diez años. O la música de películas que toca la banda municipal, tan alejada del clásico pasodoble torero.La oferta bien merece un pequeño madrugón y la celebración de estos ritos intemporales se puede hacer sin salir casi del parque de La Florida. Allí se han establecido el mercado callejero, elemento imprescindible en toda fiesta que se precie, que antes se colocaba en la calle del Prado. En esta ocasión los más de sesenta vendedores cuentan con su caseta correspondiente, todo un avance que han sentido en los primeros días de fiesta, con un tiempo imposible para un puesto callejero.

Las miles de personas que paseaban ayer por el parque de La Florida pudieron compaginar la compra de máscaras africanas de Kantaye Abdoulayé o los bolsos de Salhi Driss con la degustación de los productos de la primera Feria de Gastronomía y Artesanía regional. Aunque se había anunciado como una importante novedad, este mercado no satisface la expectación creada, sino es por el cestero que ha trasladado su taller hasta el puesto. La escasa decena de puestos no ofrecen grandes novedades: pastel vasco, cava y txakolí de Amurrio y los productos del cerdo elaborados por Mendiola, cuyo vendedor ratificó una profesionalidad fuera de toda duda. "Chorizo dulce y picante sin colorantes ni conservantes"; "El jamón tiene que ser jugoso y que no sea salado, a 1.600 el kilo deshuesado, más barato que el chicharro". Estos eran algunos de sus lemas más aplaudidos en forma de compra de sus productos.

Mientras la Banda Municipal atacaba en el quiosco algunos de las bandas sonoras más conocidas, que eran seguidas con atención por un público entrado en años, en la plaza del Conde de Peñaflorida, sus nietos se iniciaban en el rito del Gargantúa, paso fundamental de la infancia, que sigue teniendo un éxito insuperable, superior al de las videoconsolas. Cientos de chavales eran zambullidos por el gigante de cartón piedra, en una imagen por la que tampoco se ve el paso del tiempo.

Estas mañanas de La Blanca, alejadas de las grandes megafonías nocturnas, son el momento en el que las fiestas de Vitoria tienen ese sabor de pueblo, el que las diferencia de las otras capitales vascas.

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