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El ser de la arquitectura

Pensar en arquitecto. Qué privilegio tan denodadamente buscado por los que nos iniciábamos en la arquitectura en aquellos años en los que el profesor Sáenz de Oiza impartía docencia en la Escuela de Arquitectura de Madrid. La naturalidad respecto al ser de la arquitectura, la sensación de que el oficio del arquitecto se expresaba en el mismo personaje fue el origen de su propia leyenda. Una leyenda tejida de anécdotas transgresoras de la tradicional forma de entender la enseñanza; la rueda de la bicicleta podía convertirse en la sugestiva sugerencia de la razón constructiva, o el último ensayo sobre gramática generativa constituía la referencia improvisada de un debate sobre la forma arquitectónica.

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Y, ante todo, la pasión sobre la arquitectura, que conseguía la alquimia de hacernos partícipes de una secreta secta de iniciados. Como si la confrontación entre la dimensión social de la arquitectura y la libertad del diseño se pudieran conciliar en el ejercicio intelectual de esta práctica.

Siempre en la sospecha de no conseguir igualar la capacidad de transmutar los datos de la realidad en materia del proyecto arquitectónico. Como cuando decidimos que, a diferencia de nuestra alarma ante la presencia vertiginosa de los coches de la policía franquista en el aparcamiento de la Escuela, la mirada atenta de Oiza especulaba con el trazado de la curva de la calzada de acceso, puesto en cuestión por aquel nuevo uso.

Ésta era la reconocida capacidad del maestro para reconvertir en problema arquitectónico cualquier sugerencia externa, pero también de incorporar toda la materia de los sueños históricos de la arquitectura. De hacernos entender que todo proyecto tiene su antecedente en los otros proyectos que ya fueron pensados.

Es muy difícil trasladar a las nuevas generaciones de estudiantes la elusiva y misteriosa persuasión que emanaba de su discurso, siempre polémico. Así sucede siempre cuando el personaje se confunde con la persona, eliminando esa frontera entre el poseer y ser la verdad.

No sólo era que aquellas primeras obras míticas, el santuario de Arantzazu y el edificio de Torres Blancas (aquel esqueleto orgánico que nunca llegó a ser blanco), constituyeran nuestro inicial imaginario moderno. Era la capacidad de hipnosis que emanaba de su argumentación, siempre improvisada, la que nos hacía sospechar la dimensión intelectual de su arquitectura. De todas las arquitecturas.

Fuimos sus anteriores alumnos, y sus antiguos colaboradores, los que un día, en el año 1981, decidimos que Sáenz de Oiza tenía que ser el director de la Escuela, en el entendimiento de que no se trataba de un homenaje al reconocido maestro, ni siquiera la definitiva oportunidad de incorporarlo, de manera definitiva, a la propia historia del centro. Quizás, más bien, la garantía de que así nos reconocíamos a nosotros mismos en la posibilidad de elegir un modelo sólido para nuestras propias experiencias.

Sé que, a partir de mañana, cuando vuelva a sentarme, de forma reiterada, en el mismo despacho que él ocupó durante una serie de años, importantes para la actual proyección de la Escuela de Arquitectura de Madrid, me sentiré intruso de aquel espacio que Oiza ha ocupado de forma definitiva.

Juan Miguel Hernández León es director de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid.

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