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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El extraño caso del ornitorrinco JACINTO ANTÓN

Jacinto Antón

Clavó sus hermosos ojos en mí y decidí aceptar el encargo. El caso era difícil y la investigación no estaría exenta de peligros. Pero el asunto me atraía morbosamente y yo necesitaba algo en qué hincar el diente tras una mala temporada, plena de rutina y fracasos. Apuré mi vaso y me laceré la encía tratando de masticar el hielo. Esbocé una media sonrisa profesional. "Tendré que reconocer el cuerpo", dije. Pegó un respingo. "Por supuesto", me contestó.Le dejé pagar la cuenta. En este oficio hay que ser duro.

Anna Omedes, directora del Museo de Zoología, me había propuesto investigar alguno de los misteriosos objetos que conforman la exposición Els tresors de la natura, piezas de ciencias naturales seleccionadas por la historia, a menudo asombrosa, que tienen detrás. De entrada, me señaló el interés de unos sospechosos artrópodos cavernícolas. He de reconocer que yo mismo estuve a punto de inclinarme por un fémur de mamut desenterrado en la avenida de Pearson. Pero en cuanto lo vi supe que ése era el verdadero reto al que debía enfrentarme: el ornitorrinco disecado.

Convine con la directora que tendría libertad plena para interrogar a la gente del museo. Pues desde el momento en que aceptaba el caso, recalqué, todo el mundo era sospechoso, incluso ella. Pareció perpleja.

Mi primer paso fue interrogar a Julio Gómez Alba, conservador del vecino Museo de Geología y reconocido especialista en historia de la ciencia. Me recibió en su despacho y se mostró receloso. Le señalé un huevo de ave elefante (Aepyornis) en un estante, para despistar, y entablamos una conversación banal sobre la ceremonia maorí de la caza de moas mientras nos tanteábamos mutuamente. "Me interesa el ornitorrinco", zanjé, para acabar el juego. Un destello brilló en los ojos del naturalista. "Eso me habían dicho". Y bien. "Usted quiere saber cómo llegó aquí". "Sí" -hice una pausa dramática-, "y quién lo liquidó". Gómez Alba sonrió. "Quizá era de Darder". Me pareció que se estaba tirando un farol. "Habrá que consultar el libro de registro del museo, eso me tomará algún tiempo". "Claro", sonreí, "llámeme si se entera de algo", añadí alargándole una tarjeta. El conservador resultaba un callejón sin salida, me dije al marchar, y si no era más culpable que el diablo, yo no me llamaba Sam Spade (¿?).

Pasé los días siguientes repasando mi información sobre los ornitorrincos y arrancando datos de confidentes habituales. "Son lo más raro que he visto en la vida, tío", me señaló Xavier Moret, alias Boomerang. "A los canguros los llegas a entender, pero a los ornitorrincos...". Leí un informe del detective boloñés Umberto Eco: insinúa que el ornitorrinco no está hecho de pedazos de otros animales, como creyeron los anatomistas del XVIII, sino que son los otros animales los que están hechos con pedazos suyos. Interesante. Les anoté como sospechosos a él y a un tal Kant.

Concerté una cita con Eulalia García, conservadora del Museo de Zoología y conocedora del archivo. Me recibió en un despacho en presencia de un armiño, varios urodelos y un enorme búho cuya cabeza sobresalía de una caja y que me miraba sombríamente con ojos de cristal. Finjí no impresionarme. Nos sentamos y la joven extendió unas carpetas y libros viejos. "Vea, la ficha de entrada del ornitorrinco, 30 de abril de 1888. Procedencia original: Australia". Toma, gracias, no iba a venir del Perú. "Mmmmm, no hay dato alguno de la captura. Sólo la fecha de entrega al museo, mire". Tomé el pequeño cartón que en su frío lenguaje oficial comprimía la que debió ser una vida intensa: "Ornithorhynchus anatinus, Naturalizado. Compra al Colegio Antiga". Eps, ahí había algo. "Veamos el inventario: sí, página 14, aquí sale como Ornithorhynchus paradoxus, la vieja denominación, precio de venta 150 pesetas. Adquirido por el museo como parte de un lote de objetos de historia natural, peces, anfibios, mamíferos, etcétera. Un gran lote y, vea, 'todo en condiciones inmejorables". Sí, y todos difuntos. Torcí el gesto. El vendedor de la colección depositada en el Colegio Antiga, uno de los centros más prestigiosos de Cataluña, era Pedro Antiga y Suñer, director del citado colegio. El tipo vendió el lote por 7.930 pesetas, un buen pellizco en esa época.

Le dije a la conservadora que estaba autorizado para examinar al ornitorrinco. Pasamos a la sala. Una fría funcionaria extrajo el cuerpo. Para llevar más de un siglo muerto no tenía mal aspecto. Me fijé en el pico como de pato, aunque tan diferente, pues está compuesto por tejido blando y constituye un órgano sensorial mediante el cual la criatura nada con los ojos cerrados. "Un macho", apunté. García puso cara de interrogación y yo le señalé el pequeño espolón tras la pata trasera. El arma, que sólo poseen los machos, está conectada con una glándula de veneno. "Produce un dolor intenso, que paraliza el miembro afectado durante 48 horas", informé. Luego, con un lápiz (no he de volver a chuparlo, anoté mentalmente), indiqué el agujero posterior del ejemplar y recordé que los ornitorrincos evacúan, ejem, copulan, y ponen huevos por el mismo orificio. De ahí lo de monotremas, concluí. "Vale, pero éste es un macho, ¿no?". Mi mirada la conminó a no pasarse de lista. Con la excusa de tomarle unas fotos, saqué a la víctima al parque. Quería estar a solas con ella. Quizá incluso llevarla a un bar y silbarle Waltzing Matilda. No fue posible: me vigilaban como si fuera a salir corriendo con el ornitorrinco debajo del brazo.

Dormí mal. Fuera, en la noche de la gran ciudad la gente se sentía desesperada por la soledad, el remordimiento o el miedo. Las sirenas rasgaban el silencio. Siempre alguien huía y otro trataba de atraparle. Pensé si sería igual en Melbourne.

Al día siguiente me llamó González Alba, indignado. "Le dije que ya le telefonearía, y usted no para de fisgonear por ahí", me espetó. "Sí, pero han pasado tres semanas, oiga", le respondí. "He averiguado que el bicho procedía del Colegio Antiga", me dijo. "Vale, gracias". Mi frialdad lo volvió muy locuaz: "Pedro Antiga (1854-1904) trabajó mucho en himenópteros; era amigo de Arturo Bofill, director del museo al que vendió el lote Antiga, se conocieron recolectando insectos en el Montseny. El fundador del colegio fue el padre de Pedro, Cándido, que seguramente fue el que creó la colección Antiga, y por tanto el que adquirió el ornitorrinco". Esperé aguantando la respiración. Pero el conservador rió: "Aquí se acaba la pista. No sabemos cuáles eran sus canales de compra. Muy posiblemente París. ¿Quizá los hermanos Verreaux, los disecadores del negro de Banyoles? Ellos tenían una conexión con Oceanía, ¿verdad?". Colgó. Sentí como si el ornitorrinco me hubiera clavado el aguijón.

Fui al museo corriendo. Me incliné sobre la vitrina tratando de hallar alguna pista que me hubiera pasado por alto. El cristal me reflejó sobre el frankensteiniano cuerpo del animal y mis rasgos se fundieron con los suyos como un retal más. Recordé que había leído que los ornitorrincos son unos increíbles soñadores, que pasan más tiempo en fase REM que ningún otro mamífero. Y allí, en la gran sala del museo, bajo la pálida sábana de los huesos de la ballena, cerré los ojos junto a la vieja criatura antípoda y me dispuse a compartir su sueño eterno.

Consuelo Bautista

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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