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Los godos, el toro de Osborne y un taxista

Es domingo; en el barrio gótico de Barcelona señoras y señores maduros y turistas jóvenes bailan las sardanas que entona una orquesta. Debajo de los caballos y gonfaloneros del mural de Picasso unos carteles muestran la conocida silueta del toro de Osborne a la que le han añadido unas tijeras cortándole los genitales. Son restos de la protesta contra el desfile de las fuerzas armadas de hace unas semanas y está claro que, para sus promotores, este toro y el ejército son una misma cosa.Vaya por Dios. Desde el taxi que me conduce al Puerto Olímpico veo cómo, en Colón, el escudo de una España dictatorial campea todavía en las fachadas de la Capitanía General y del Gobierno Militar. Sin embargo, nadie ha protestado de ese águila, la del yugo y las flechas en sus garras, aunque la campaña de hace mes y medio fuera cebada anacrónicamente con pasto antifranquista para crear un vínculo mental entre las fuerzas armadas de hoy y los soldados "nacionales" de 1939.

¿Por qué ha sido elegida como víctima propiciatoria esta figura nacida hace 40 años en El Puerto de Santa María para anunciar pacíficamente un licor que entonces todavía se llamaba coñac?

Era sólo el emblema de un brandy en pugna con el del caballo montado por una Lady Godiva ye-yé, pero la fuerza de su imagen conquistó el paisaje de Andalucía, Castilla, Aragón... y Cataluña. Manuel Prieto, su creador, descubrió sin quererlo el símbolo excepcional de un destino turístico en los años del ministerio de Fraga y quizás por eso pagó los platos rotos a quienes buscaban productos foráneos para exhibir agravios; cuando se prohibieron los anuncios comerciales de carreteras y una masiva afición sacó el pañuelo para indultarlo, en Cataluña no evitó el estoconazo: estaba fuera de la estética políticamente correcta en aquel territorio: el toro de Osborne -ya sólo estatua paisajística- tuvo que abandonarlo, fue devuelto al corral infamante como santo y seña de un pretendido colonialismo del que había que liberarse haciendo aspavientos ante connotaciones culturales sureñas.

El rechazo del sur ha estado yendo y viniendo por nuestra historia desde la Reconquista. El concepto europeo de cruzada se conformó con ser aquí una hazaña de andar por casa asentada éticamente en el sermón de que la cultura del terreno a conquistar había llegado de fuera -admitir otra cosa anulaba la justificación de "reconquistar"- y en la tesis de que los conquistadores eran genealógicamente distintos de los conquistados.

Por eso se recurrió al gótico y a los godos, o sea, a una estética y a una hidalguía septentrionales. Toda España se convirtió en nieta de Recaredo y Don Rodrigo (o de Wilfredo el Velloso) y adoptó como estilo nacional el de la catedral de Burgos. La vía para escapar de la infamia estaba abierta: gracias a la Reconquista y a los godos se afirmó durante siglos la propia nobleza y la estética propia para negar las de otros.

Cuando cambiaron los tiempos y ante una España que perdía sus colonias a pesar de tener regimientos con barretina, el concepto "godo" fue desechado y adjudicado a los demás: para sustituir el estereotipo y dotar a la personalidad catalana -evidente a todas luces, por otra parte- de una procedencia norteña, se buscaron los clavos ardientes de una legendaria Marca de Carlomagno, de un neogótico que, con mucho pan, sabía a modernismo y del salvoconducto catalán para artistas como Picasso. Eso salvaba del contagio de un sur siempre peligroso, cercano siempre a gentes y cosas de más allá, como este taxista andaluz que me lleva, emigrante de los años sesenta, o como el toro de Manolo Prieto, símbolo en el cartel de la agresión y del centralismo.

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Los autores y fautores del cartel saben, sin duda, que los grandes momentos de la lucha por el autogobierno se dieron en la II República y la guerra civil, pero han ignorado que la Historia tiene esquinas con sorpresas y que el toro, admitido únicamente en Barcelona como animal castrado, es un toro republicano. Manuel Prieto, activo propagandista en el bando rojo, fue integrante del 5º cuerpo de ejército, fundador e ilustrador de Altavoz del Pueblo y otras revistas para la tropa y, además, exiliado interior; este animal imponente y altivo es, ni más ni menos, que el hermano gemelo del que dibujara poéticamente Miguel Hernández en Vientos del Pueblo contraponiéndolo al buey.

La escultura creada por el combatiente que luchó para que el ejército de Franco no entrara en Barcelona, ha servido insensatamente -como diría San Anselmo- de emblema franquista y, de paso, de piedra de distinción o de agravio -según desde dónde se mire- entre esas dos Españas que deben seguir existiendo para que sigan en tensión el territorio de los "godos" y el territorio de los "moros".

También mi taxista es de éste. Se asentó en Cataluña por los mismos años que el anuncio de Osborne: nacido en uno de los pueblos que plantó en Sierra Morena la obra colonizadora de Pablo de Olavide, desciende de los alemanes acarreados por Thürriegel, aunque sepa poco de lo uno y de lo otro. Sólo sabe que tuvo que emigrar y que ha buscado su apellido -raro apellido ni andaluz ni catalán ni castellano- en el listín telefónico de Barcelona sin encontrar a nadie que se llame como él.

-Yo, para que me entiendan, digo que soy de Sevilla- concluye. Y se calla.

Es el único godo verdadero de esta historia.

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