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Reportaje:

"Yo no sabía que estaba infectada hasta que mi bebé murió de sida"

Gabriela Cañas

Diciendo 'cheese'

ENVIADA ESPECIALEl hospital McCord, en Durban (Suráfrica), es una clínica privada concertada de tamaño medio y elegante aspecto exterior. En su interior, médicos y enfermeras ven morir a tres niños cada semana por culpa del sida.

El virus viene desbordando desde hace cinco años la capacidad de respuesta de este hospital, fundado hace 91 años y regido por una comunidad religiosa. En la entrada del hospital de día, un mínimo de veinte mujeres se apiñan trabajando laboriosamente fabricando collares de cuentas de múltiples colores y emblemas del sida. Lo hacen cada miércoles y cada viernes y las habilidades se las intercambian las propias pacientes. Mientras el virus permanezca en sus cuerpos sin provocar la enfermedad o las infecciones oportunistas -tuberculosis y neumonía, fundamentalmente-, buscan maneras de ganarse la vida e intercambiar experiencias. Algunos, los más jóvenes, acuden a este centro de día del hospital McCord para ayudar a los demás, como Bongi Khumalo, de 26 años, que se enteró de que estaba infectada hace tres meses, cuando perdió a su tercer hijo. Sólo tenía seis meses y sufría neumonía. El bebé era seropositivo. Así fue como Bongi Khumalo se enteró de que ella también estaba infectada por el virus. "Yo no sabía que estaba infectada hasta que mi bebé murió de sida", dice.

Y así fue también como cambió la vida de Bongi, como está cambiando la vida de millones de surafricanos que ven morir a sus hijos jóvenes, a sus recién nacidos, a sus colegas de juventud. El ciclo vital se ha trastornado de tal forma en Suráfrica que las pandillas de adolescentes han tenido que aprender a vivir con un virus que amenaza permanentemente sus vidas. Todos los amigos de Sandile Gambushe, un chico de 25 años de aspecto saludable, están infectados. Sandile y cinco de sus amigos se prestaron el miércoles pasado a hablar con este periódico porque confían en que contando su historia ayudarán a los demás. Y también porque confían en que sus voces, oídas en países lejanos, generen allá la ayuda que necesitan del exterior.

Saben que si enferman no van a recibir los medicamentos antirretrovirales que salvarían sus vidas. La directora médica del hospital McCord, Helga Holst, explica que sólo los pacientes que pueden costearlos de su bolsillo son tratados con la terapia antirretroviral, pero añade que sólo unos pocos lo hacen. Cuando a Bongi se le pregunta qué es lo que siente al saber que en los países ricos los enfermos de sida pueden sobrevivir con estos fármacos, contesta con una media sonrisa: "Nos sentimos muy enfadados. Pero yo ahora pienso que no voy a morir, aunque sigo teniendo miedo. Me encuentro bien y tengo otros dos hijos a los que cuidar. Es una niña de siete años y un niño de cuatro y no están infectados".

Ahora aseguran practicar sexo seguro. Lo afirman rotundamente con un elocuente gesto de no tener intención alguna de caer en ciertos errores. Aunque, por ejemplo, Sandile dice que desde que está infectado ha perdido mucho interés por el sexo. Ahora no tiene novia. Prefiere ocupar su tiempo acudiendo a la comunidad cristiana de Sinikithemba, fundada en 1996 en este hospital para intentar ayudar a otros que viven con el mismo miedo que a él le atenaza.

Al lado de sus amigos, Nozipho Nene, de 25 años, permanece callada escuchando la conversación. No es sólo porque no domina el inglés como ellos (habla zulú). Es porque hace sólo una semana que se ha enterado de que está infectada por el virus. Tenía un problema urinario y acudió al hospital. Así es como se acaba de enterar de que ha entrado en el club de los 4,2 millones de surafricanos infectados por el virus. Aún no se ha recuperado de la noticia. "Pienso que me voy a morir. Tengo miedo", sentencia ante las protestas de ánimo de sus amigos.

El hospital McCord dispone de doscientas camas y en estos momentos atiende a una treintena de niños que sufren desnutrición, diarreas, tuberculosis y neumonía. Al frente de la sección infantil está la pediatra Irena Karamon. Desde hace seis meses cuenta con la ayuda de Lisa Dutoit, médico residente, que coincide con Karamon en afirmar que su trabajo resulta desmoralizante. Dicen ambas que en esta sala, donde se alinean cunas y madres atendiendo a bebés agonizantes, se sufre demasiado y que verlo cada día es muy duro para un médico cuya vocación es salvar la vida de los demás. Además de ello, deben afrontar las preguntas de los padres cuando insisten en que sus hijos reciban medicinas. "Les decimos que no podemos hacer nada. Que no hay. Pero ellos saben que existen y se desesperan", explica Dutoit.

Irena Karamon muestra a algunos de sus pequeños pacientes. Uno tiene sólo seis semanas. Sufre neumonía y está muy grave, según asegura la pediatra, que explica también que la madre del bebé murió de sida hace sólo una semana. Si este bebé sobrevive, pasará a formar parte de otra de las múltiples estadísticas que cuentan casos por millones: más de once millones de huérfanos ahora; quizá 44 millones dentro de diez años en todo el mundo por culpa del sida.

El hospital McCord trabaja coordinadamente con un orfanato donde en este momento viven doscientos niños sin padres, bien porque han muerto, bien porque les han abandonado al saber que están infectados por el VIH (virus de inmunodeficiencia humana, que causa el sida). Las dos terceras partes de esos doscientos niños están infectados y los trabajadores sociales se sienten desbordados para poder ofrecer fundamentalmente todo el afecto que han perdido. Es "un desastre nacional", se lamenta el director del hospital, Paulus Zulu. La solidaridad de los vecinos y las familias para acoger a estos niños huérfanos o abandonados no es suficiente para todos.

Son niños y adolescentes estigmatizados por una sociedad que hasta hace bien poco se empeñó en mirar para otro lado. Cuenta la jefa de los trabajadores sociales de Sinikithemba, Nonhlanhla Mhlongo, cómo uno de los afectados se emocionó hasta la lágrima cuando fue recibido en el centro con un abrazo. "No estaba acostumbrado. La gente teme tocarlos, cree que se van a contagiar. Los tratan como se trataba a los leprosos".

Para la directora médica, Helga Holst, la frustración del personal sanitario en esta zona del planeta no la genera sólo la falta de medios. "Hay información suficiente y, sin embargo, la gente sigue infectándose y muriendo. No hay deseo de prevenir la enfermedad y la cultura, el ambiente, está en contra de las medidas profilácticas. No podemos hacer nada. A veces nos preguntan por qué las chicas siguen teniendo hijos sabiendo que van a transmitir el virus a sus hijos. La respuesta la dan ellas mismas. "Sé que me voy a morir de todas formas", dicen. "Prefiero tener un hijo ahora que estoy sana todavía".

La mayor parte de la gente que está muriendo de sida en Suráfrica no llega nunca a ser tratada en un hospital. Pero Holst se niega diplomáticamente a compartir las ideas del presidente de la república, Thabo Mbeki, de buscar la causa del sida en la pobreza. "La pobreza existe desde hace mucho tiempo y no teníamos sida. Ahora seguimos sufriendo la pobreza y, además, tenemos el sida. Es cuanto puedo decir".

Las habitaciones del hospital McCord acogen de cuatro a ocho camas cada una. Los enfermos de sida están separados por un tabique del resto de los pacientes. Esta semana se han registrado dos nuevos ingresos en el ala femenina. Las dos son relativamente jóvenes, más que el resto de los pacientes. La enfermera ruega que no sean molestadas, pero Lindiwe Mallony, de 33 años, escucha los ruegos del fotógrafo y acepta posar para su cámara. Apenas puede hablar y ofrece una mirada algo perdida. La enfermera cuenta que tiene tuberculosis y se la está administrando un antibiótico. Lindiwe mira a la cámara intentando provocar su propia sonrisa diciendo "cheese". Ingresó en el hospital el lunes, el mismo día que comenzó la XIII Conferencia Internacional del Sida en su ciudad natal, Durban, a sólo unos cuantos kilómetros de su cama. El hombre que ha acompañado al fotógrafo contratado le pone las dos manos sobre la cabeza y reza un responso por ella antes de marcharnos.

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Sobre la firma

Gabriela Cañas
Llegó a EL PAIS en 1981 y ha sido jefa de Madrid y Sociedad y corresponsal en Bruselas y París. Ha presidido la Agencia EFE entre 2020 y 2023. El periodismo y la igualdad son sus prioridades.

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