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TRES AÑOS DEL ASESINATO DE MIGUEL ÁNGEL BLANCO Oztaran, paraíso del miedo ANTTON ELIZEGI BELOKI

Rememora el autor su infancia en el paraje guipuzcoano donde el concejal del PP de Ermua Miguel Ángel Blanco fue hallado herido de muerte y sus sentimientos de esas fechas.

(Este texto, concebido al día siguiente del asesinato de Miguel Ángel Blanco, no lo he escrito y difundido hasta hoy por autocensura).Oztaran fue nuestro paraíso de infancia. Aquellas tardes de verano en las que, con mi abuelo Joxe y el tío Antonio, se segaba la hierba del manzanal, se la secaba al sol, se le daba la vuelta y, antes de la tormenta, se la apilaba en metas, éramos los críos los encargados de llevar para la merienda de tortilla de patatas que preparaba la tía Eyu, el agua fresca de metal del manantial de Oztaran en la marmita de peltre.

Oztaran era un paraíso de verdad. Tenía, a semejanza de aquel de nuestros primeros padres, un río como el Éufrates, la regata de Oztaran, que recorría el valle descendiendo desde las estribaciones del monte Buruntza. En ella desembocaba, a la manera de un Tigris, un hilo de agua que se despeñaba en torrentera procedente de las lomas del caserío Lauterdi. El Tigris contorneaba en su descenso un hermoso robledal que cubría con su umbría un suelo alfombrado de musgo mullido y verde. Y, fundido con el Éufrates, las aguas sumadas de ambos descendían, rápidas, apretadas junto al camino carretil que transcurría paralelo, buscando el descanso a su carrera en el seno maternal del caudaloso río Oria.

En su descenso, la regata y su camino inseparable atravesaban un viaducto imponente y señorial por el vano de uno de sus ojos. El viaducto era hermoso, altísimo para nuestra percepción de niños y que, con sus inmensas patas de elefante construidas con piedra sillar y rematadas en rotundos arcos de medio punto, sostenían el puente gigantesco que daba paso a un pequeño tren. Cuando este tren txiki lo atravesaba, siempre pitaba de espanto una y otra vez al verse irremisiblemente abocado a perderse en las negruras del túnel de Loidi que lo engulliría sin remedio.

Nosotros, aguadores de nuestros mayores, olvidados del menester que hasta allí nos había conducido, jugábamos a pescar txalburus en la regata, hacíamos saltar a los zapateros que obraban el milagro de caminar sobre las aguas sin hundirse, repetíamos sin descanso el ¡aaaah, aaaah! que la bóveda de los arcos nos lo multiplicaba por la magia inexplicable del eco, o introducíamos el xiri en la pequeña y redonda madriguera de los grillos para hacerlos salir y atrapar algún macho panadero que cantara sin descanso su perenne cri-cri-cri. Luego, de vuelta al caserío, y en alguno de aquellos atardeceres calurosos teñidos de pudoroso rojo crepuscular, nos perdíamos con las chicas bajo el celaje apretado de los robles y, sobre la alfombra mullida del suelo musgoso, jugábamos a inocentes juegos de amor. Eran nuestros primeros escarceos en el encuentro de los sexos.

Estas vivencias infantiles fijaron para siempre las señas de identidad de nuestro paraíso, y ellas fueron una referencia recurrente que paliara los sinsabores de los días aciagos de nuestra adultez y tema obligado de grato recuerdo para nuestros nostálgicos encuentros del después.

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La hora fatal

Las cuatro de la tarde: era la hora que ellos la habían fijado como fatal. Después de comer con desgana, agotado por la crispada tensión de la espera, me adormilé. Estaba solo en la soledad aislada de nuestra casa Harrikarte.Un estruendo súbito me despertó, sobresaltado. Era el helicóptero. Revoloteaba en círculo con el centro de sus evoluciones hacia el suroeste. Volaba casi a ras de suelo, arremolinando las hojas en las copas de los árboles y oyéndose, penetrante, el chasquido de las palas de la hélice rasgando el aire. Un desasosiego de vértigo se posó en mi estómago. Aquello sin duda tenía que ver con Miguel Ángel. Eran las cuatro y media. No podía parar. Salí. Desde lo alto, seguía ansioso el volar del helicóptero que insistía sobre un punto. Se inclinaba de costado, bajaba, ascendía, giraba, se detenía, siempre gravitando en derredor de ese punto. Era la zona de cocheras, por el camino de Oria. La desazón se trocó en angustia. Aquello era una mala señal. Y, ¿por qué todo este alarmante alboroto en Lasarte?

Acorralado por la soledad, intuyendo algo oscuro y tenebroso, obnubilado por la angustia, no podía pensar ni mucho menos actuar. De pronto, el timbre rítmico del teléfono me sacó de aquel ensimismamiento insoportable. Me abalancé sobre él. Era Itziar. De manera escueta, me dijo: "Ha aparecido en Oztaran, junto al viaducto. Con un tiro en la cabeza".

El paraíso profanado

Como todo paraíso, Oztaran es recóndito. Alguien, conocedor de esa reconditez, eligió el lugar para matar impunemente a Miguel Ángel, celando su cobardía en la soledad de aquel ámbito callado. Alguien, con la cabeza repleta de palabras, que no de ideas, mató a su enemigo político en crimen espantoso, mostrando de este modo su incapacidad dialéctica para convencer y su verdadero ser de francofascista redivivo. Alguien nos envileció a todos, particularmente a los lasartearras. Alguien envenenó el manantial de nuestras nobles aspiraciones culturales y políticas, tornándolas putrefactas y, ahora, públicamente indefendibles. Alguien profanó de muerte el paraíso de Oztaran, manchando con roja sangre humana el verde impoluto de su musgo mullido, destruyendo la magia de su ámbito con el eco para siempre repetido del disparo. Todo lo pervirtió. ¿Qué será de nosotros?Trémulo de terror por haberme sentido obligado a levantar la voz en este escrito, pero definitivamente resuelto a sobrevivir sin permanecer callado, huérfano de partido, desnudo de grupo, aferrado firmemente a mis valores éticos, no me queda siquiera el consuelo de regresar a mi refugio de infancia porque, con este crimen, han convertido a Oztaran en el paraíso del miedo.

Antton Elizegi Beloki es grafista

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