Rompiendo la espiral del silencio.
Para quienes vivimos el ocaso del franquismo, la crisis del País Vasco tiene el aire inconfundible de un fin de régimen. La obstinación de los principales beneficiarios del sistema en restar gravedad a la situación y aferrarse a sus poltronas, el empeño continuista de encauzar las imprescindibles reformas a fin de evitar desbordamientos y tratar así de preservar a toda costa su hegemonía, los continuos guiños dirigidos al poder fáctico (militar, por supuesto) por parte de una vieja clase política en declive que envuelve su gestión en rancia retórica patriótica, la violencia callejera de los incontrolados contra quienes aspiran a una auténtica democratización... Incluso los llamamientos de los sectores más aperturistas a la moderación de las demandas de los opositores para facilitar una evolución controlada que dé paso a un pluralismo bien entendido. Todo tiene, como digo, un aire de déjà vu, y no sería difícil encontrar paralelismos muy significativos entre las actitudes de ciertos políticos vascos en activo y algunas de las figuras más caracterizadas del tardofranquismo en los momentos previos a las elecciones de junio de 1977.La comparación es inadecuada, se me objetará, pues, más allá de algunas semejanzas superficiales, ¿qué puede haber de común entre las postrimerías de una dictadura como la franquista y una crisis política ciertamente grave, pero que tiene lugar en un marco institucional plenamente democrático? Por supuesto, soy consciente de que las diferencias entre una y otra situación son inmensas, y con la expresión fin de régimen en absoluto hago referencia al improbable eclipse de un estatuto de autonomía que, por su amplio asenso, parece muy difícil de superar como punto de encuentro entre la ciudadanía. Estoy hablando de otra cosa. Me refiero a la impresión generalizada de que por fin parece posible a corto plazo el relevo del nacionalismo gobernante. Y eso es a todas luces mucho más que un cambio de gobierno.
Es sabido que, por debajo del ordenamiento institucional, en el País Vasco ha venido operando durante las últimas dos décadas una llamémosle constitución material que incluía no pocas normas tácitas y sobreentendidos. Que los cargos públicos fundamentales -políticos, económicos y culturales; desde la presidencia del Gobierno vasco hasta el rectorado de la Universidad pública, pasando por las directivas de empresas y cajas de ahorros- debían necesariamente recaer en manos de nacionalistas era una de esas normas jamás escritas, pero no por ello menos operativas. Es sabido también, aunque muchos pretendan ignorarlo, que la vida cotidiana en el País Vasco ha estado profundamente marcada por una serie de anomalías que de facto han desvirtuado gravemente el marco jurídico de libertades hasta el punto de convertirlo en papel mojado. Durante el último cuarto de siglo ha sido plenamente operante entre nosotros una variante extrema de esa clase de control social que Elisabeth Noelle-Neumann bautizó a comienzos de los ochenta como la espiral del silencio. Con esta expresión, la investigadora alemana aludía a un proceso sociopsicológico en virtud del cual aquellos individuos cuyas opiniones divergen de las posiciones aparentemente mayoritarias tienden a ocultar sus puntos de vista. El temor al aislamiento social que induce al conformismo vino a agudizarse en nuestro caso por una doble circunstancia. De un lado, el dominio incontestado de los nacionalistas moderados en el poder autonómico aconsejaba discreción a quienes, pese a no comulgar muchas veces con sus patrióticas ruedas de molino, tenían escasas esperanzas de que una política alternativa pudiera abrirse paso en las instituciones. De otro, la omnipresente amenaza de una banda terrorista infiltrada en el tejido social sellaba los labios de los discrepantes. Así las cosas, a despecho de los textos legales (artículo 20 de la Constitución incluido), el ejercicio de algunos derechos básicos se volvió imposible en la práctica.
Ahora bien, si el simple hecho de manifestar en público divergencias profundas con el establishment nacionalista resultaba poco menos que una temeridad, la política vasca durante todos estos años se ha ido tejiendo sobre una urdimbre de chantajes y de mentiras. La hegemonía aplastante del discurso oficial (nacionalista) en el espacio público, que tenía a menudo la contundencia de un monopolio de la opinión, explica no sólo la errática deriva de algunos sectores de la izquierda, sino, lo que es más grave, la puesta en práctica de aparentes consensos (como la política lingüística) que no lo serían en condiciones de verdadera democracia.
Pues bien, es ese estado de cosas el que, de manera creciente, ha comenzado a cambiar desde hace tres años. A partir de las movilizaciones de Ermua el sector no nacionalista de la población ha irrumpido en el espacio público, ha recuperado la voz y se hace cada vez más visible en las calles. Frente a todo ello, el mundo nacionalista puso en pie una serie de pactos, secretos y públicos, orientados a romper esa dinámica, recuperar la iniciativa e impulsar un proceso de construcción nacional al amparo de un falso proceso de paz. El halcón, disfrazado de paloma de la paz, llegaría encapirotado sobre el brazo de los nacionalistas con la soberanía de Euskal Herria en el pico. Los desastrosos efectos de esa política sectaria están a la vista de todos.
Hoy parece posible desbancar democráticamente a los nacionalistas de las instituciones autonómicas, y hacerles pasar a la oposición (¿acaso no se lo han ganado a pulso, después de su gravísimo error político y de más de veinte años ininterrumpidos de gobierno?). Las fuerzas políticas constitucionalistas deben articular una alternativa creíble y demostrar (como ya lo están haciendo en Álava) que hay otras maneras de ser vasco. Y, sobre todo, deben poner las instituciones al servicio de la democracia a fin de asegurar el ejercicio de los derechos de todos y el cumplimiento de la ley.
Frente a las Casandras que anuncian toda clase de males si los nacionalistas son desplazados del poder, es hora de afirmar que la ciudadanía vasca -especialmente en sus más dinámicos segmentos urbanos- es suficientemente madura, plural y responsable para superar tutelas y lacras históricas que ansía dejar atrás.
En las manifestaciones de estas últimas semanas en las calles de Bilbao, Vitoria y San Sebastián volvía a reclamarse sencillamente libertad y democracia, como en los inicios de la transición. Hace un cuarto de siglo, el afán de los españoles por asentar un sistema civilizado de convivencia, contando con el apoyo de la prensa y de los principales líderes políticos, fue capaz de superar todos los obstáculos y consolidar el nuevo régimen democrático. Hoy nos encontramos de nuevo en el País Vasco con una sociedad que anhela salir del zulo, y sabe que para ello deberá hacer frente a la democracia orgánica del búnker nacional-sindicalista vasco, atajar el fascismo callejero y combatir con firmeza un terrorismo involucionista que pretende perpetuar su dictadura del silencio.
El problema es inverso al de la transición española: esta vez tenemos el esqueleto jurídico (Constitución y Estatuto), pero nos falta rodearlo de carne democrática, de un entorno social respetuoso con los derechos y libertades de todos que ahuyente definitivamente los demonios de la tribu. El asentamiento de una nueva cultura democrática, sin embargo, no se improvisa, y será preciso comenzar pacientemente desde abajo. Junto a la enseñanza, el papel de los medios de comunicación parece ahora tan crucial y decisivo como lo fue en un pasado ya lejano que hoy nos vuelve a parecer extrañamente familiar.
Javier Fernández Sebastián es profesor de Historia del Pensamiento en la Universidad del País Vasco.
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