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Tierra de faraones

Aparte de su emblemática grandiosidad y de su desorbitado presupuesto, los proyectos faraónicos debían de tardar una eternidad en ejecutarse. Supongo que un faraón previsor encargaba el proyecto de su pirámide funeraria al arquitecto de palacio nada más coronarse como tal si no quería que le hiciesen una chapuza a toda prisa o a título póstumo. Obras de tal magnitud requerían además la contratación de grandes contingentes de mano de obra, cualificada o sin cualificar, como nos ilustró el faraónico director Cecil B. De Mille en Los Diez Mandamientos. Y nada de contratos eventuales: allí todo el mundo estaba contratado a perpetuidad, y en algunos casos la empresa sufragaba los gastos del entierro en la misma pirámide, después de ejecutar a los privilegiados in situ para que hicieran compañía al jefe y sobre todo para que no pudieran revelar los accesos a la cámara mortuoria.

En los proyectos faraónicos de hoy las condiciones laborales han empeorado en lo que se refiere a la duración de los contratos, pero han mejorado en todo lo demás: ya no hay esclavos en la clásica acepción del término y los miles de obreros africanos que trabajan en el gremio de la construcción lo hacen voluntariamente y son tratados casi como si fueran nacionales siempre que tengan los papeles en regla.

Un ejemplo de obra faraónica de nuestros días y de nuestro entorno es el del aeropuerto de Campo Real, un proyecto de envergadura colosal, presupuesto extraordinario y larga duración que, de llevarse a cabo, dejará inscrito en la Historia, y en alguna que otra placa recordatoria, el nombre de su mentor, el animoso ministro de Fomento. ¿Seguirá siendo ministro de algo Álvarez Cascos en el año 2015, fecha prevista para la culminación de la vasta obra?

Vayamos por partes. De lo que sí podemos estar seguros es de que la obra no se terminará en el plazo fijado sino mucho más tarde y con un gasto muy superior al presupuestado en un principio. Veinte años más calentando el banco azul parecen demasiados para un ministro que ya va por su segunda legislatura, pero en este país se ven a menudo estos prodigios de longevidad política. Que se lo pregunten si no a don Manuel Fraga, que hace unos meses anunció su intención de presentarse a las próximas elecciones aunque sea arrastrándose, lo cual a su edad podría tener muy malas consecuencias.

Cascos es de esa misma madera, un ejemplo claro de superviviente, buen fajador y mejor encajador aunque un poco duro de cintura. Si el proyecto de Campo Real no levanta el vuelo, se retrasa o se va al garete, la carrera política del combativo astur podría verse afectada, su entrenador podría tirar la toalla y obligarle a abandonar el combate.

Pero no hay que hacerse ilusiones, Álvarez Cascos ya ha caído en otras ocasiones y se ha levantado. Perdió a los puntos en Asturias, pero cuando todos pensaban que era hombre muerto resucitó y al tercer día volvió a sentarse en el consejo de ministros con cartera nueva.

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Caben apuestas sobre si Campo Real será o no será la tumba, la pirámide funeraria, de Cascos. Madrid es desde luego tierra propicia para los faraones, como diariamente corrobora la presencia al frente del Ayuntamiento de la capital de otro vástago de la misma dinastía al que le va de mil amores con su plan de enterramientos subterráneos y que aún no ha encontrado una cripta a su gusto, aunque multiplica las excavaciones con el mismo celo que si estuviera buscando la momia de Tutankamon o, en su defecto, la de don Diego de Silva y Velázquez.

"Madrid, desierto cultural", decían las pancartas exhibidas en una reciente manifestación por un grupo de ciudadanos que recorrían las calles vestidos a la usanza moruna, preparados para una larga travesía a la busca de un oasis donde saciar su sed de cultura. Viaje inútil y peligroso a través de una ruta plagada de obstáculos, bajo la amenaza de espantosas bestias mecánicas de insaciables fauces cuyos rugidos encogen el ánimo y perturban el sueño. Desierto egipcio por el que merodean los chacales, en el que hacen fortuna los saqueadores de tumbas que explotan el subsuelo y donde sólo las hienas tienen buenos motivos para reírse.

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