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FERIA DE SAN FERMÍN

Si no fuera por el ajoarriero...

Los tres espadas dieron una paliza de mucho cuidado y los mozos de las peñas -la afición pamplonesa con ellos-, la pudo armar. Y si no la armó fue gracias al ajoarriero.El ajoarriero tiene propiedades organolépticas y sociológicas, no se sabe en qué medida cada tanda, si bien podría ser que una trajera a la otra. Y esto explica que habiendo ajoarriero en la olla a los mozos de las peñas (y a la afición pamplonesa con ellos) no les dé por poner en la picota o llevar al pilón a los toreros que se pasan la tarde dando la paliza.

Los tres zurradores -tres patas para un banco predicaban de ellos también- compitieron en hacer el peor toreo posible a unos bien presentados ejemplares de Cebada Gago, dotados de una mansedumbre que no acarreaba mayores problemas y una casta que sí les podía preocupar pues eso -la casta- es lo que no quieren de ninguna manera los toreros modernos. Y se quedarían tan anchos los tres tras la proeza, mas no imaginan las ganas de volverlos a ver que dejaron en los mozos de las peñas y la afición pamplonesa con ellos: ninguna.

Cebada / Liria, Puerto, Dávila

Toros de José Cebada Gago, con trapío, mansos, en general con casta y manejables.Pepín Liria: pinchazo y estocada caída (silencio); pinchazo, media y rueda de peones (silencio). Víctor Puerto: dos pinchazos -aviso- y estocada caída perdiendo la muleta (silencio); estocada trasera ladeada y rueda de peones; se le perdonó un aviso (oreja). Dávila Miura: pinchazo, media, rueda de peones -aviso- y dobla el toro (silencio); pinchazo y media (silencio). El público arrojó almohadillas al ruedo en señal de protesta por la mala corrida presenciada. Se guardó un minuto de silencio en memoria de las víctimas del accidente de tráfico ocurrido el jueves en Soria. Plaza de Pamplona, 7 de julio. 3ª corrida de feria. Lleno.

Y eso que uno de los tres se llevó una oreja. Fue Víctor Puerto en el quinto toro de la tarde. Caso digno de estudio es Víctor Puerto. Se trata de uno de los toreros con mejor escuela, aprendida a fondo, que le ha dotado de un preciso patrimonio artístico, y cada tarde lo tira por la borda. Los estudiosos de la cuestión taurómaca preparan ya ensayos acerca de este contradictorio proceder.

Víctor Puerto es capaz de embarcar unas verónicas de las que no se llevan -así se le vio en su primer toro-, cargar la suerte en los naturales y ligarlos como quien lava -dio prueba en diversos pasajes de sus faenas- y sin embargo prefirió hacerse con las galerías encandilándolas mediante los oropeles y las falsedades del tremendismo.

El tremendismo, con esos rodillazos, esos alborotos y esos estatuarios mirando al tendido es, en realidad, bastante hortera, pero consigue el efecto rápido de impresionar al público sin conocimientos taurómacos y sin criterios artísticos, y ese es el que pide la oreja, que luego concederá la presidenta, puesta en el palco por el ayuntamiento.

La presidenta era Yolanda Barcina, alcaldesa de Pamplona a la sazón, y al llegar al palco se llevó un broncazo terrible de los mozos de las peñas por haber prohibido unas fiestas en el barrio pamplonés de la Rotxapea. Qué tendrá que ver la velocidad con el tocino. Lo bueno es que duró poco, como siempre en Pamplona, y en cuanto saltó el primer Cebada Gago a la arena, ya nadie se acordaba ni de la Rotxapea, ni de sus fiestas, ni siquiera de la alcaldesa Yolanda Barcina, y los mozos de las peñas cantaban con toda el alma La chica ye-ye.

Con toda el alma se empleaba asimismo Pepín Liria, que irrumpió guerrero. Pepín Liria confundía el arte de torear con la batalla de las Termópilas y cada uno de sus pases -meritorio, nadie lo podrá negar- era una pela tabernaria en la que sólo faltaba el centelleo de una navaja cabritera.

La verdad es que le hicieron poco caso a Pepín Liria. Y menos aún a Dávila Miura, cuyas formas repetitivas y astrosas, ajenas al arte de torear, únicamente conducían al aburrimiento profundo. Pegó unas verónicas que ningún novillero principiante de hace apenas dos décadas habría sido capaz de darlas peores.

Ante semejante panorama cabían dos opciones: el Viaducto (en Pamplona, la Muralla), o el ajoarriero. Y prevaleció la segunda. De manera que, arrastrado el tercer toro, los mozos de las peñas, el público pamplonés y los militares sin graduación desenvolvieron bocadillos, descorcharon botellas, destaparon la olla del ajoarriero y, aquí me las den todas, se dedicaron a la manducatoria con fruición.

A los del ajoarriero dizque se les saltaban las lágrimas. Parecía evidente que sería por el gulusmero pero nunca se sabe. De los ajoarrieros no hay que fiarse pues mientras todos traen buena cara algunos tienen manido el sabor, infame la textura y resultan incomestibles. Un ajoarriero o es de firma, o puede uno encontrarse con la sorpresa de que lo han convertido en estropajoarriero, y entonces no vale ni para pegar ladrillos.

La merienda al arrastrar al tercer toro es la salsa de los sanfermines, el momento emblemático de la corrida, único motivo por el que mucho público va a la plaza, y también la causa cierta de que la gente, ya harta, no coja a la terna por los fondillos y la ponga a remojo en el pilón.

Pretenden hacer creer los taurinos que hoy se torea mejor que nunca. Pero a la vista está. Como decía el poeta: al revés te lo digo para que me entiendas.

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