Una hoguera de piedra
Enric Miralles se ha apagado como una hoguera violenta que transita de súbito del fulgor a la ceniza. Consumido por el fuego enérgico de un talento deslumbrante, el arquitecto catalán irradiaba la confianza vigorosa de los elegidos, iluminando un paisaje plácido con los relámpagos impacientes de su mano y su pupila.
Ese vendaval de belleza convulsa cristalizó en obras tormentosas y musicales, pétalos de hormigón y ramajes de acero atrapados en un remolino quieto de áspera poesía, bailarines de vidrio o de virutas detenidos en un paso de danza, incendios de piedra y de alambre que fingen una pausa para construir una coreografía efímera y tenaz. Abrasada por tantas llamas frías, la biografía precoz de Miralles se descubre a su término prematuro como un mapa dibujado en la piel por las quemaduras del genio, y en esa pira privilegiada y pesarosa arden hoy residuos y recuerdos.
La comitiva que esta tarde acompañe sus restos al cementerio de Igualada rendirá homenaje al arquitecto en su obra más lírica y severa, y en el itinerario procesional de los duelos seguirá el camino de maderos embebidos en cemento que fluye como un torrente sólido de materia y silencio. Recorriendo la geometría azarosa de esa corriente inmóvil, los asistentes se sabrán reconocer en los troncos que arrastra esa lengua de lava, varados un momento en el escenario doloroso de la muerte y secuestrados después por el curso turbulento y seco del río que nos lleva. Pero también sabrán advertir que en el agua de piedra de ese flujo quieto sobrevive una llama.
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