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El honor de los vascos.

Francisco J. Laporta

Apenas se empiezan a conocer datos sobre la situación de la libertad de cátedra en el País Vasco se impone por sí misma la evidencia de que tal libertad está gravemente amenazada. En todos los grados de la educación. A la intimidación permanente de profesores de universidad (ahí está como ejemplo la sañuda persecución del historiador Txema Portillo y sus compañeros del claustro de Vitoria) se ha añadido desde hace tiempo la presión constante en escuelas y colegios, una presión que incluye también las consabidas quemas de automóviles. Hasta entre algunos profesores de ikastolas con un proyecto educativo muy definidamente vasco se han dado coacciones de esta naturaleza.Es obvio que esta situación no se circunscribe sólo a la libertad de los docentes. Como se ha puesto de manifiesto una vez más con la reciente muerte de un periodista y de un concejal, se trata de una serie de episodios que alcanzan a las más importantes libertades civiles y políticas de cualquier ciudadano. Lo más notable de esta situación es que se produce en unas condiciones inéditas en la historia de nuestro constitucionalismo. En efecto, hasta ahora podía afirmarse que en el País Vasco las libertades habían sufrido los mismos avatares y desdichas que en el resto de los territorios sometidos a nuestras leyes y constituciones. Cuando estuvieron reconocidas se ejercieron pacíficamente en todos lados; cuando fueron perseguidas legalmente todos tuvieron que sufrirlo. Ahora no. Por primera vez se produce una inversión singular: mientras que en los textos legales las libertades están reconocidas y garantizadas, en la vida social cotidiana de los territorios vascos se impone por el contrario una atmósfera de amenazas y coacciones que consigue desactivar la vigencia de las leyes. Esto es algo de una excepcional gravedad cuyo significado parece necesario analizar porque dibuja una situación extraña y nueva que pone en cuestión el funcionamiento mismo del sistema de garantías.

Se ha insistido mucho en que cuando nos las tenemos que ver con la libertad de cátedra, la libertad de expresión y pensamiento u otras libertades, no sólo estamos ante meros derechos individuales de unos u otros al ejercicio de una actividad sino ante ciertos valores colectivos que tales libertades realizan en la comunidad. La libertad de prensa, por ejemplo, no es sólo la libertad de este o aquel periodista sino una condición del libre flujo de información necesario en la sociedad democrática. La libertad docente no sólo es un privilegio de los profesores sino una condición del progreso de la ciencia y de la averiguación de la verdad. El corolario de esto es que quienes logran interceptar de hecho el alcance de esas libertades no sólo están limitando a este o aquel ciudadano; están poniendo en peligro bienes que pertenecen a toda la comunidad.

Para calibrar lo que significan estos abusos y vejaciones hay que tener presente que también con ellos se pone en juego uno de esos valores, individual y colectivo, del que apenas se habla y que sin embargo constituye a mi juicio el núcleo fundamental de la cuestión. Uno de los primeros defensores explícitos de la libertad de cátedra, Carl Theodor Welcker, argüía en 1840 de esta manera: "Se pueden emprender y aprobar transformaciones revolucionarias, pero no se encontrará ninguna que socave más las bases morales del honor y de la civilización de la patria alemana que la que quiera convertir las cátedras, que han de estar al servicio de la verdad eterna y de la justicia, en órganos dependientes del poder, de sus cambiantes opiniones políticas, de sus intereses y de sus pasiones". Sí, en efecto, parecerá extraño, pero se trata de eso, del honor, de las bases morales del honor de un pueblo. Coartar las libertades mediante la instauración de una violencia difusa e impredecible cercena el honor de los individuos y de los pueblos. Creo que no se ha llamado lo bastante la atención sobre este extremo fundamental.

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En un trabajo ya clásico, el filósofo inglés J.O.Urmson escribía que héroes son precisamente aquellos seres humanos que "cumplen sus deberes en contextos en los que el miedo llevaría a la mayoría a no hacerlo". Lo que me importa ahora de esta definición no es que ayude a determinar la medida del heroísmo. Lo que hemos de percibir en ella es la relación que establece entre el miedo y la integridad moral. Porque esa relación es la que define la afrenta que se hace a un pueblo cuando se establece en él la realidad cotidiana de una violencia arbitraria e imprevisible. Para examinarla es mejor que evitemos deslumbrarnos por el héroe que se sobrepone al miedo y que nos detengamos un poco a observar con respeto a todos aquellos que vencidos por él abandonan el cumplimiento de algunos de sus deberes morales. No es difícil verlos todos los días en el País Vasco: son aquellos que afirman no saber nada, no haber visto nada, los que miran a otro lado, los que prefieren callar, los que cambian de conversación o cancelan el tema con un subterfugio. Esos que disimuladamente hurtan el rostro a las cámaras. Los que viven su barrio con temores y recelos porque nunca se sabe. Aquellos que, sean o no nacionalistas, piensan que tendrían que hacer algo o decir algo que no hacen ni dicen. Los colegas que callan en la reunión de la universidad, los vecinos que evitan una opinión, una manifestación o un pésame. Son decenas de miles, seguramente la mayoría: los hemos visto muchas veces y no nos cuesta trabajo alguno entenderlos y respetarlos porque sabemos que a nadie le es moralmente exigible arrostrar ese peligro sordo y castrante que flota en su ambiente. No son, pues, inmorales. No hacen aquello que no deben hacer. Tienen una justificación fundada para preferir el anonimato y el silencio.

Pero si exploramos con delicadeza el interior de sus mentes tendremos seguramente ocasión de ver algo importante. A pesar de todo, tampoco ellos pueden evitar experimentar un malestar. Quizás hasta se perciban a sí mismos como un poco sucios. No lo viven como una culpa, que no tienen, sino como una humillación. La humillación de verse forzados por el miedo a simular que ignoran una situación que les impide cumplir sus deberes morales. Seguramente con ello sienten una suerte de ausencia de honor. No, por supuesto, de aquel viejo honor calderoniano meramente exterior y retórico sino del honor como sentimiento de la propia estimación, como reflejo del respeto por sí mismo, como conciencia de la propia dignidad. Ese honor interior cuya presencia establece desde siempre el fundamento de la personalidad moral.

Esa tenue pero persistente sensación de indignidad, de la que sólo se liberaron temporalmente cuando la famosa "tregua", es el cáncer que está corroyendo lentamente al pueblo vasco porque determina la cancelación de su crecimiento moral como pueblo y desvirtúa cualquier decisión colectiva que pueda tomar. Ése es el verdadero "problema vasco": que la violencia instalada en su ambiente es la negación más radical de sus posiblidades como pueblo; precisamente la negación más patente del derecho de autodeterminación. Porque alguien interceptado por el miedo simplemente no puede decidir por sí, no puede determinarse. Caminarán, individual o colectivamente, hacia una u otra decisión, pero nunca será una decisión que ellos hayan tomado, sino una decisión que perciban en parte como ajena, como impuesta, como producto de sus miedos mucho más que como producto de su propia dignidad como individuos o como pueblo. Y será por tanto siempre una decisión falsa, postiza, es decir, una decisión que acaba en una salida estéril. Cualquiera que sea. Incluso si alguna vez toda esta larga y tortuosa pesadilla desembocara en la independencia del pueblo vasco como comunidad política, sería una salida que llevará en sí misma la semilla de su propia negación. Porque esa independencia no será algo que el pueblo vasco haya decidido y conseguido, sino algo que le ha sucedido, algo que le ha sido otorgado o impuesto mientras estaba lastrado por el miedo. Por ello, la verdadera razón para pedir con firmeza que cesen la violencia y las armas no es, como suele repetirse una y otra vez, la "paz". La paz sólo es el resultado externo de la no-violencia. La verdadera razón es interna, y es el honor de los vascos, una condición moral ineludible si se desea que estén en condiciones de decidir sobre su propio destino. Porque la violencia no sólo niega la paz, la violencia niega sobre todo la posibilidad de elegir el propio camino en libertad, y por ello niega, paradójicamente, aquello que alardea de pretender, el derecho de autodeterminación de los vascos.

Francisco Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho en la UAM.

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