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Serrín de escenario

Se han ido de muerte casi juntos Vittorio Gassman y Walter Matthau. Eran dos tipos atravesados por un talento ilimitado, que se conocían el uno al otro muy por dentro y supongo que se admiraban de reojo. Los ingenios de su estirpe, los grandes histriones, suelen ser gente frágil, insegura, celosa, engreída, desconfiada, y por eso acostumbran a estudiarse con los párpados apretados, a indagarse recíprocamente con lupa, para así poder plagiarse y zancadillearse con la misma sinceridad y vehemencia con que se veneran, se buscan el uno en el otro y se enlazan en el abrazo de los judas fraternos, con el colmillo de morder yugulares recién afilado y agazapado detrás de una enamorada sonrisa mutua. Circuló en su sangre -la sublime mala sangre de sus magníficos malnacidos, sus luminosos villanos, sus adorables canallas- puro zumo de serrín de escenario, la líquida sustancia del amor y el rencor sagrados, licor destilado de los antiguos sudores y lágrimas que alimentan al enigmático parentesco que apiña a la tribu de los genios nómadas de la escena, lazo al que se añade en los casos de Gassman y Matthau la pertenencia a otra hermandad aún más recia y cómplice, la de los inoculadores de la droga del teatro en las arterias del cine.Basta hacer girar un taladro hacia atrás, hacia la zona escondida de la obra que Gassman y Matthau dejan a su espalda, fijada a resguardo de la erosión en la parte imborrable de la memoria de la pantalla, para poder medir a ojo la magnitud de la brecha de vacío que la inexistencia, o la dedicación a otra cosa, de ambos artistas habría abierto en la historia del cine. Cuando se cierran los ojos y se indaga detrás de la pantalla qué ingredientes de la inventiva y qué impulsos de la conducta entran, y su aportación a ella es irremplazable, en la forja de lo que hoy, un siglo después de comenzar a balbucirse, entendemos por lenguaje cinematográfico, el conjunto de la aportación de la escena y su húmedo serrín a la identidad del cine se nos muestra inabarcable, colosal tanto en anchura como en hondura. Y se viene abajo el tinglado de naipes que se hilvanó hace decenios alrededor de la sentencia -sagaz y necesaria para entender su honda obra pero prescindible si se ensancha su alcance a otros creadores de cine- dictada por Robert Bresson de que la teatralidad equivale a la negación y muerte de lo que él llamó cinematógrafo, caligrafía intransferible que una pléyade de obtusos exegetas, procedentes de las bambalinas de las viejas nuevas olas, ensancharon a la mismísima idea nuclear, a la esencia del cine.

Otra vez llueven evidencias de la impostura, aún muy extendida, de aquel romo y suicida purismo cinéfilo antiteatral. Bastarían, son en sí mismas un diluvio, las sombras evocadas de Gassman y Matthau, pero a ellas pueden añadirse las de sus colegas Marcello Mastroianni y John Gielgud, que se fueron hace poco a reunirse con otros aristócratas de su oficio pobladores de la gloria filmada de la escena, entre ellos Dreyer, Renoir, Murnau, Eisenstein, Chaplin, Pabst, Ophüls, Keaton, Welles, Mankiewicz, Kurosawa, Cukor, Cocteau, Lubitsch, Anthony Mann, Rouben Mamoulian, Nicholas Ray, teatreros de otro mundo, mientras en éste siguen persiguiendo sus huellas Elia Kazan, Fernán-Gómez, Ingmar Bergman, Lars von Trier, Sean Penn, Woody Allen, Theo Angelopoulos, David Mamet, Mike Leigh, Patrice Chéreau, Kevin Spacey, Bille August y más gentes de escena que comienzan otra vez a inyectar -baste recordar la invasión de teatrería que se adueñó de los dos últimos oscar de Hollywood: Shakespeare enamorado y American Beauty- el viejo zumo del serrín de escenario en las arterias secas del cine de la envilecedora y mortal era del circo digital.

Surgen -no en España, lo que explica carencias crónicas de nuestro cine, aunque El verdugo de Echanove es una gozosa excepción- más sombras del flujo mutuo entre escena y pantalla. Luca Ronconi lleva al escenario del Piccolo Teatro el guión que Vladímir Nabokov escribió de su Lolita y que luego Stanley Kubrick no filmó. Nuevo indicio de que se sigue saldando la enorme e indescifrable deuda del cine con sus manantiales del teatro. Y un recuento de manantiales: el reciente volumen de CinémAction que propone un golpe de indagación con 40 estudios tentáculos dentro de llamadas a desentrañar el Teatro en el corazón del lenguaje audiovisual y a recomenzar la Teorización de la teatralidad en la pantalla. Tareas del cine y la inteligencia cinematográfica que vienen.

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