Medio millón de inmigrantes ilegales ponen a prueba la capacidad de acogida de la UE
El comercio de hombres y mujeres reporta a los traficantes más de dos billones de pesetas al año
Nochevieja pasada, una niebla espesa cubre el Adriático. Italia, como toda Europa, despide 1999 con la preocupación puesta en el llamado efecto 2000. Las horas van pasando y el temido desastre informático no se produce, pero esa misma madrugada, a pocas millas de la costa, el mar se está tragando una chalupa con 59 inmigrantes albaneses. Ninguno vive para contarlo y por eso la prensa italiana no informa de la tragedia hasta 18 días después. Ni las autoridades políticas ni tampoco la policía se habían molestado en comprobar la denuncia de los familiares que esperaban inútilmente en la orilla, temiéndose lo peor. Cada inmigrante había pagado 280.000 pesetas a unos traficantes de Valona (Albania) para que los cruzaran al primer mundo. No hubo suerte y el suceso resultó ser fatalmente premonitorio. El efecto 2000 no llegó a afectar a los ordenadores y sí, cada día, en cada frontera, a los miles de inmigrantes indocumentados que se juegan la vida y todos sus ahorros por acceder a un mundo que sueñan mejor. La tragedia de Dover -58 inmigrantes asfixiados en el interior de un camión de tomates- se repite sin testigos en el Adriático, en el estrecho de Gibraltar, entre los ejes de un camión que cruza la frontera polaca.Comercio de hombres
No hay datos exactos, sí estimaciones más o menos acertadas. Una de las últimas -elaborada por el Ministerio británico del Interior- calcula que un millón de inmigrantes merodea cada año por las fronteras de la Unión Europea a merced de las redes de traficantes. De ellos, unos 500.000 consiguen entrar anualmente, según el Centro Internacional para las Migraciones, un organismo internacional con sede en Ginebra. Ambas instituciones coinciden con la policía española en una apreciación muy preocupante: el negocio ilícito más rentable ya no es -al menos en solitario- el tráfico de drogas. Ni siquiera el de armas o el de vehículos robados. A su mismo nivel de beneficios -entre dos y cinco billones de pesetas al año, según el Centro para las Migraciones- y sobre todo con muchos menos riesgos de terminar en prisión, se sitúa el comercio de hombres. Un portavoz del británico Servicio Nacional de Inteligencia Criminal se refiere así al tráfico internacional de seres humanos: "Es un negocio que aporta grandes ganancias. Está muy organizado tanto en métodos como en rutas, y la demanda aumenta".
Negocio... Demanda... Éstos son los términos -mucho más pragmáticos que los de necesidad o sufrimiento- que utilizan los tratantes de hombres, y también las policías dedicadas a combatirlos, para hablar de un negocio tan floreciente. En el medio están los protagonistas. Magrebíes y subsaharianos que intentan colarse en la Unión Europea a través del Estrecho; albaneses, turcos y kurdos que arriban a Italia; asiáticos que se recorren literalmente medio mundo para acabar en el sótano de un restaurante chino de cualquier barrio de París o Londres; suramericanos que aterrizan en los aeropuertos de Amsterdam o Madrid... Las cifras que cada uno de ellos paga por su agónica aventura fluctúan en función del territorio que atravesar y la codicia o la crueldad del traficante.
Por ejemplo, el tráfico que llega al Reino Unido procede de tres zonas: el sureste asiático, el subcontinente indio y Europa del Este. Las tarifas del tránsito clandestino hasta la UE varían según la procedencia: unas 400.000 pesetas desde Rumania; más de dos millones desde la India y hasta cuatro desde China. No hace falta ser un lince para responder a una evidencia. ¿Cuántos emigrantes, procedentes de las zonas más deprimidas del planeta, son capaces de pagar los dos, tres o cuatro millones del pasaje? Seguramente muy pocos. De ahí que el negocio vaya mucho más allá del mero tránsito ilegal.
Los inmigrantes se convierten en esclavos de las mafias, obligados a trabajar o a prostituirse para ellas durante años y años, con sus pasaportes a buen recaudo de sus nuevos negreros. ¿Y no pueden rebelarse? Sí, pero entonces se exponen a su ira. En 1998, la policía británica liberó a cinco inmigrantes chinos que los cabeza de serpiente mantenían secuestrados en un piso de Londres. Los habían torturado tanto que debieron pasarse una temporada en el hospital. Un año después, ya en el juicio, las víctimas relataron su sufrimiento. Contaron que sus captores les obligaban a telefonear a sus familiares en China durante las sesiones de tortura, para que escucharan sus gritos de dolor y así saldaran la deuda contraída con los cabezas de serpiente. Estas peligrosas redes criminales, dirigidas desde los focos migratorios y apuntaladas en los lugares de destino por individuos muy violentos, armados y sin escrúpulos, suelen ofrecer -por unos cuatro millones de pesetas- un paquete completo que incluye pasaporte falso, transporte y un trabajo a su llegada al Reino Unido. Una tercera parte se paga en China, frecuentemente en la región sureña de Fijuán, y el resto ya en destino. Los nuevos esclavos van pagando su libertad con parte del sueldo, no superior en muchas ocasiones a las 26.000 pesetas que obtienen de su trabajo en prostíbulos o garitos de mala muerte y peor vida.
De la misma forma que en el Reino Unido, Francia también ha registrado en los últimos tiempos un aumento muy notable de la inmigración asiática y del Este, que se une a la ya tradicional inmigración magrebí y subsahariana. De los 150.000 sin papeles que reclamaron su legalización entre 1997 y 1998, quedan unos 63.000 abocados teóricamente a la expulsión o a la clandestinidad. Se calcula que el número de personas en situación irregular en Francia supera las 200.000. Son las que forman el ejército de mano de obra barata que no sólo se reparte en los sectores tradicionales de trabajo clandestino -restaurantes, prostíbulos o construcción-, sino también en la alta costura, que tantas horas de trabajo requiere. Hay otro fenómeno muy reciente. Aunque sin abandonar su suma discreción, los asiáticos están empezando a reclamar la legalización, sin que ello suponga el abandono de una práctica muy habitual y no menos eficaz: la suplantación de los muertos. La herencia más preciada de un chino documentado es su pasaporte, que pasa tras su muerte a un compatriota sin papeles. Así explica la policía los bajos índices de mortandad en los barrios de concentración asiática.
Nos veremos en Calais. Ésta parece ser la consigna de los emigrantes del Tercer Mundo que habla inglés. Allí, junto al canal de la Mancha y vigilados por las Compañías Republicanas de Seguridad, indocumentados de 57 países esperan el momento para dar el salto al Reino Unido. Desde su apertura, en septiembre de 1999, el centro de acogida de Sangatte, cerca de Calais, ha acogido a unos 6.500 clandestinos. La inmensa mayoría consiguen atravesar con éxito el canal, lo que da pie a las autoridades británicas para criticar la, a su juicio, inhibición policial francesa.
El Adriático guarda muchas tragedias. La lancha neumática que se hundió la Nochevieja pasada procedía de Valona, el puerto especializado en el nuevo comercio. Bajo la mirada implacable de los jefes de las mafias, las lanchas neumáticas van y vienen incesantemente. Traen a albaneses que quieren reunirse con sus familiares ya instalados, también a kosovares y a kurdos de camino hacia Francia o Alemania. Son ellos, y no los ordenadores, los tristes protagonistas del único y verdadero efecto 2000.
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