Lo cuadrado no es redondo
Tres días duró la alegría en casa del pobre. La ilusión, la levitación despertada el pasado sábado con Tristán e Isolda se transformó con Don Juan en una dolorosa decepción. El teatro esta vez no se puso en pie y sí hubo un considerable abucheo para la mayoría de los cantantes (el director de escena no salió a saludar) por parte de un sector del público: el de los pisos altos, fundamentalmente. Y es que, como dice Leporello a Doña Elvira unos momentos antes del aria del catálogo: "Señora, veréis, en este mundo por más que nos empeñemos lo cuadrado no es redondo".Del espectáculo redondo wagneriano pasamos a la rutina del cuadrado en Mozart. ¿Qué es lo que ha pasado para un cambio tan brusco? ¿Es que la "ópera de las óperas", como se suele llamar a Don Juan, es verdaderamente una ópera maldita? ¿O es que la Staatsoper de Berlín nos ha dado esta vez gato por liebre?
Don Giovanni De Wolfgang Amadeus Mozart, con libreto de Lorenzo da Ponte
Producción de la Deutsche Staatsoper de Berlín. Director musical: Daniel Barenboim. Director escénico: Thomas Langhoff. Escenografía: Herbert Kapplmüller. Figurinista: Yoshio Yabara. Con Eldar Aliev (Don Juan), Matti Salminen (El Comendador), Emily Magee (Doña Ana), Patricia Risley (Doña Elvira), Gunnar Gudbjörnsson (Don Octavio), René Pape (Leporello), Katharina Kammerloher (Zerlina) y Hanno Müller-Brachmann (Masetto). Staatskapelle de Berlín, Coro de la Deutsche Staatsoper. Teatro Real, Madrid, 20 de junio.
De todo hubo, aunque siempre, eso sí, la impoluta calidad de una orquesta magnífica que si bien no brilló con la explosión de colores de que hizo gala en Wagner, sí estuvo repleta de detalles de extraordinaria musicalidad, por más que a veces la continuidad se hacía pesante por un concepto moroso y trascendente del drama, o quizá también por la adaptación a las necesidades de los cantantes.
Reparto
En ellos estuvo el primero de los problemas. El reparto fue indigno de la categoría de una Ópera como la de Berlín. Hubo excepciones, desde luego, pero un Don Juan en que los triunfadores son los excelentes René Pape y Matti Salminen, es decir, Leporello y El Comendador, es como para encender las alarmas. La tosquedad de Don Juan, o la sosería de Doña Ana, o la insuficiencia de Doña Elvira y Don Octavio iban marcando la tónica de la representación. Ni siquiera se echó de menos que Don Octavio no cantase Dalla sua pace o Doña Elvira el aria Mi tradi, por encima de razones que atiendan a que son muy bonitas, pero el drama es más compacto sin ellas, por cuestión de elección de la primera versión de Praga.
El segundo problema fue la puesta en escena de Thomas Langhoff. El afamado director alemán prescindió de lo giocoso del drama y planteó una aproximación no sé si metafísica, existencial o moralista, pero, en cualquier caso, tristísima. Don Juan era la escenificación demoniaca del Mal: poca seducción y mucha navaja. El ansia trascendental llegaba hasta los campesinos (con paraguas; ay, la luz del sur); la fiesta del primer acto se convirtió en un grotesco carnaval de disfraces en muchos casos esperpénticos, y hasta Doña Elvira tenía una camarera de aire monjil, e intención de destape a la vuelta de la esquina, que parecía sacada de una película de Almodóvar. Con estas premisas, ni siquiera extrañó que el banquete de Don Juan en su cita con El Comendador tuviese un predominio vegetariano. Todo ello dentro de la pobreza de telones pintados, y del uso y abuso de una oscuridad que convertía la ópera en un ritual sin ninguna emoción.
En este clima, Daniel Barenboim hizo lo que pudo, y casi todo bien. Pero ni él nos libró de la sensación de ser arrastrados al infierno acompañando al mismísimo Don Juan.
Babelia
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