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Reportaje:

La herencia del califato

Sobre la cultura islámica permanecen, en el inconsciente colectivo, ciertos prejuicios que desdibujan su verdadera esencia y ocultan algunos de los elementos que terminó cediendo a la moderna sociedad andaluza. La higiene y, en general, el mantenimiento de una aceptable calidad de vida en las grandes urbes es una de esas herencias islámicas a la que los historiadores no habían prestado demasiada atención hasta ahora. "De hecho", explica Rafael Pinilla, especialista en estudios árabes de la Universidad de Córdoba, "la ciudad de Al-Andalus, la madina, ha sido a menudo contemplada como una caótica amalgama de casas y callejuelas de intrincado y arbitrario trazado, carente de regulación o de normalización".Nada tenía que ver con esta imagen de desgobierno la Córdoba del siglo X, dotada de normas e infraestructuras urbanas que ofrecían a los vecinos un bienestar impensable en otras latitudes. Así lo ha comprobado Rafael Pinilla después de examinar numerosas fuentes documentales de la época, entre las que se cuentan, incluso, poesías que celebran la belleza de algunos espacios naturales del entorno o lamentan las consecuencias de un dilatado periodo de sequía.

Los tratados de hisba, o de control de los mercados, por ejemplo, incluían múltiples referencias al saneamiento urbano, de cuyo cumplimiento se encargaba el zabazoque, o señor del zoco. Él ordenaba la demolición de edificios en estado ruinoso, impedía la invasión privada de espacios públicos y regulaba el tráfico de peatones y animales en las áreas comerciales. También vigilaba la eliminación de materiales perecederos y residuos de fábricas, obligando a sus propietarios a deshacerse correctamente de ellos. "Especialmente rigurosa era la actitud del zabazoque en lo tocante al aseo personal de lecheros, panaderos, pescaderos, carniceros, cocineros y restantes vendedores de materias primas, y al estado de conservación de las mercancías expuestas", resalta Pinilla.

Al igual que ocurre hoy, existían ya en la Córdoba islámica una serie de industrias consideradas insalubres o molestas. Los tintoreros, curtidores, alfareros, ladrilleros, tejeros, carboneros y leñeros eran obligados a instalarse en lugares específicos, generalmente fuera de las murallas, de manera que los humos, olores y residuos de todo tipo no causaran molestias a los vecinos. Y aún concentrando este tipo actividades en la periferia de la urbe, los tratados de hisba prohibían arrojar basuras e inmundicias en determinados puntos de estas zonas poco frecuentadas, como las orillas del río o los cementerios.

En lo que se refiere a las zonas verdes, tal y como hoy las conocemos, escaseaban en el casco urbano, ya que no existían muchos espacios abiertos, ensanches o plazas, que permitieran el cultivo de especies vegetales. "Estas sí que eran abundantes", advierte Pinilla, "en los patios interiores de las viviendas, y en las almunias, fincas de recreo que se situaban en el entorno de la ciudad para solaz de los cordobeses más privilegiados".

Los cordobeses del siglo X buscaban esparcimiento en los espacios naturales repartidos en la periferia de la ciudad, a los que dedicaron no pocos poemas. Algunas de estas zonas de recreo, a pesar de las referencias documentales, no han podido ser localizadas con precisión, aunque otras, como el Guadiato o el Arroyo de la Miel, sí que han podido situarse. Una ligera referencia en un escrito de la época hace suponer que en el palacio de Medina Azahara existió un zoológico, y es muy posible que la clase aristocrática gustara de las colecciones de animales.

El agua era un elemento de gran importancia en la sociedad andalusí, ya que a su utilidad como bien indispensable para la vida unía su valor religioso, que se concretaba en las fuentes y pabellones para las abluciones en las mezquitas, y estético, algo que se manifiesta con singular fuerza en La Alhambra de Granada. Acueductos, norias, aceñas, aljibes, desagües y baños, precisa Pinilla, "son el testimonio de que la Córdoba islámica sobresalió como ciudad modélica en el uso racional del agua en sus distintas posibilidades relativas a la captación, transporte, acumulación, distribución y evacuación". En el centro de la urbe existía red de alcantarillado, y en otros sectores la eliminación de las aguas residuales se realizaba a través de pozos ciegos que, de forma periódica, eran vaciados por obreros especializados.

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Los aguadores, oficio que hasta hace algunas décadas se mantenía en numerosos pueblos andaluces, constituían un elemento indispensable para el abastecimiento de aquellos barrios a los que no alcanzaba la red de distribución o para el refuerzo de lugares estratégicos, como mezquitas o baños. Cuando acudían al río en busca de agua ocupaban lugares reservados en exclusiva para ellos, estando prevista la pena de cárcel para aquellos que usarán estos puntos con otros fines. Asimismo, les estaba prohibido sacar agua en zonas donde hubiera ganado, fango o el río presentara turbidez.

Los ciudadanos, de forma colectiva, asumían algunas normas que mejoraban la salubridad de los espacios públicos y que, en algunos casos, se han mantenido hasta nuestros días como una costumbre arraigada en la cultura popular. "Los vecinos", destaca Pinilla, "debían cuidar el tramo viario contiguo a su vivienda, manteniéndolo libre de residuos, y ese hábito aún se mantiene en los barrios viejos de Córdoba, donde cada residente barre y baldea el pequeño trozo de calle contiguo a su casa".

Comentarios y sugerencias a propósito de Crónica en verde pueden remitirse al e-mail: sandoval@arrakis.es

Los cinco sentidos

De un jardín debe disfrutarse, incluso, con los ojos vendados. En la Andalucía islámica no era la vista el único sentido que debía recrearse al transitar por aquellos espacios en los que crecían, por puro placer, un buen número de especies vegetales. También el olfato, el gusto, el tacto y hasta el oído debían participar de esa experiencia. Por eso, en los jardines islámicos abundaban las plantas aromáticas, buscando una determinada fusión de olores, y también las comestibles, para alegrar al gusto. La textura de algunas flores o frutos, y el sonido del agua completaban este festín para los sentidos.Se vivía entonces mucho más de acuerdo al clima y las condiciones ambientales propias del sur de la Península. Para comprender lo que es la arquitectura bioclimática, hoy tan de moda, "sólo hay que pasear por la Alhambra granadina", asegura Jaime López de Asiain, catedrático de la Escuela de Arquitectura de Sevilla. Andalucía está llena de ejemplos históricos de este tipo de construcciones adaptadas perfectamente al clima que han de soportar: pueblos de casitas encaladas, arracimados en las laderas orientadas al sur; barrios de estrechas calles, protegidos del calor, del viento y de los fríos; casas con patio y dos plantas, una para verano y otra para invierno, o provistas de amplios miradores acristalados que captan el sol a modo de invernadero.

Esta arquitectura, típicamente andaluza, es consecuencia de un peculiar modo de vida en el que el sol, particularmente, y el clima, en términos más amplios, juegan un importantísimo papel.

Los árabes supieron aplicar perfectamente esta filosofía, creando espacios que no sólo eran confortables desde un punto de vista físico sino también psíquico. "La Alhambra, con toda su fuerza formal, no tendría sentido sino hubiera sido la creación de un particular microclima donde, además de controlarse el frío y el calor, se consigue un particular bienestar a través del murmullo del agua o la contemplación de los jardines", concluye López de Asiain.

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