Blindados a la compasión
Matar a un semejante es más fácil (o resulta menos complicado) una vez que previamente se le ha arrebatado toda condición humana. Convertido el adversario político en "enemigo de Euskal Herria" y reducido sucesivamente a la categoría de entidad opresora, posible objetivo y diana, el asesinato final de un conciudadano, de un vecino quizás, apenas conmueve en el núcleo social en el que se soportan y regeneran ETA y sus organizaciones satélites. Al menos, no lo suficiente para cuestionar de forma radical el uso político de la violencia en sus diversas gradaciones.La extrema ideologización de esta comunidad del rechazo ha construido a su alrededor un blindaje contra el sufrimiento ajeno. Sus miembros subliman el padecimiento de los suyos, convirtiendo el alejamiento de los presos de ETA de sus familiares en una suerte de suprema tortura. Sin embargo, se muestran metálicamente insensibles al dolor que pueda sentir, por ejemplo, una esposa o un hijo cuyo marido o padre ha sido asesinado por el simple hecho de pensar diferente. Los responsables de HB archivan sus condolencias con la frialdad de un expediente burocrático; la víctima, previamente cosificada, una vez muerta pasa a ser una consecuencia del "conflicto político", una especie de subproducto fatal del mismo.
Pero en la medida que se ha extendido el abanico de las víctimas posibles, se ha endurecido su coraza contra la compasión. El relato estremecedor de las llamadas anónimas relatadas ayer por la viuda de Jesús María Pedrosa ha estado precedida en Euskadi por otras historias de la infamia en las que al crimen se ha sumado el oprobio, y al tiro en la nuca se ha añadido otro balazo dirigido a la memoria de la víctima y al centro del dolor de sus familiares y compañeros. Sucedió en el caso de Gregorio Ordóñez. No contentos con que sus mayores lo hubieran matado, jóvenes alegres y combativos asaltaron y profanaron en varias ocasiones la tumba del concejal del PP en el cementerio de San Sebastián. Quizá eran los mismos que ante las concentraciones pacifistas contra el secuestro del empresario José María Aldaya gritaban "Aldaya, paga y calla" y, desde luego, compartían el fanatismo y la idiocia moral del que escribió en Andoain "Lacalle, jódete" el mismo día en que enterraban al veterano luchador antifranquista José Luis López de Lacalle. A la misma camada pertenecen quienes han querido hurgar en la congoja de la familia del concejal de Durango con llamadas insultantes al asesinado. Posiblemente los autores eran vecinos o conocidos de la víctima. "Jesús Mari, ya estás muerto", "Jesús Mari, hijo de puta", han escupido. No han utilizado el apellido, que denotaría distancia incluso a la hora de odiar.
A lo mejor alguno de ellos fue quien vigiló los pasos de Pedrosa y trasladó los datos a la organización, el informador, ese personaje viscoso y siniestro (ni siquiera trágico) del auto de fe en que los violentos quieren convertir el País Vasco. O igual era el mismo que señaló la víctima al pistolero. Pero lo seguro es que les falta la suficiente compasión como para considerarlos humanos.
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