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Tribuna
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Verdugos voluntarios

Hace unos días, Israel Núñez, concejal vizcaíno del PP, fue acorralado por una pandilla de jóvenes que comenzaron a propinarle patadas y golpes. Lo que más sentía el concejal, cuando pudo hacer declaraciones, no era, sin embargo, la paliza recibida, sino su completo desamparo cuando, al echar a correr, los transeúntes que encontró a su paso no sólo no hicieron nada por protegerle, sino que le pusieron zancadillas para dar con él en tierra. La crueldad extrema de estos transeúntes, incapaces de sentir un mínimo de piedad ante el sufrimiento ajeno, nos devuelve otra vez las ominosas imágenes de Alemania en los años treinta, cuando unos quemaban a los judíos y otros aplaudían la faena acercando la leña al fuego. Daniel Goldhagen los ha llamado verdugos voluntarios de Hitler.Estos verdugos voluntarios no hubieran podido actuar como lo hicieron si otros muchos ciudadanos, que no perpetraron crímenes ni colaboraron en su comisión, no hubieran propagado desde sus tribunas políticas, sus púlpitos o sus cátedras idéntico modelo cognitivo y los mismos juicios morales acerca de los agredidos. Nada en la conducta de estos ciudadanos es reprochable: jamás dieron a nadie un tiro en la nuca ni pusieron una zancadilla a alguien en apuros. Pero tampoco hicieron nada por combatir los estereotipos ni los juicios morales sobre las víctimas que ellos mismos y sus compatriotas tenían bien arraigados. Pasaron ante ellas en silencio, con la vista fija en el suelo, y, todo lo más, lamentaron los excesos porque ensuciaban una noble causa, la de la nación en cuyo nombre los otros mataban, apaleaban o ponían zancadillas.

En un documento de la resistencia a Hitler, preparado en 1943 por el círculo de Friburgo siguiendo la iniciativa del eminente moralista Dietrich Bonhoeffer, se decía que el Estado alemán posterior al nazismo podría tomar justificadamente medidas para "detener la desastrosa influencia de la raza judía sobre la comunidad nacional". Goldhagen atribuye a la percepción colectiva de los judíos como una raza que atentaba contra el ser nacional alemán, compartida incluso por quienes condenaban expresamente el genocidio, una grave responsabilidad en los crímenes nazis. Como demuestra el caso del teólogo Karl Barth, adversario del nazismo, personas de alta calidad moral podían compatir su mismo modelo cultural respecto a quienes juzgaban como portadores de un peligro para la identidad nacional. Sin ese modelo cultural compartido, no habría sido posible el holocausto judío.

Pues al final son esos modelos culturales los causantes de la aberración moral a que conduce siempre el mito sobre el ser o la identidad nacional que unos forasteros, o unos inmigrantes, pondrían en peligro. Da igual que esos forasteros no lo sean, que hayan nacido entre los demás, que sean sus vecinos; da igual que lleven los apellidos de la tribu y hasta que hayan comulgado en algún momento con la creencia devastadora del mito nacional: a los concejales del PP no les sirve de escudo tener apellidos vascos. Lo que importa es ser o no ser nacionalista. El odio que sólo las religiones étnicas y sus predicadores pueden engendrar en ciudadanos por demás ejemplares, convierte a quien no es nacionalista en sujeto desprovisto de derechos: alguna culpa tendrá para merecer el trato que recibe.

La desolación de este concejal, sin ninguna sed de venganza en su mirada, ante la actitud de los testigos de su apaleamiento, trasmutados por el odio en verdugos voluntarios, recuerda el estupor de la hermana de otro concejal del PP, asesinado, que no se podía creer que vascos mataran a vascos. Era vasco, decía la hermana, llevaba todos los apellidos vascos. No comprendía aquella mujer que al identificar nacionalista con vasco, no nacionalista se identifica necesariamente con no vasco y, por tanto, con sujeto susceptible de ser apaleado, o muerto, mientras unos ponen zancadillas y otros, desde la lejanía de sus púlpitos y tribunas, lamentan los excesos cometidos.

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