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LA CASA POR LA VENTANA Lugar a dudas

En pleno auge de la Unión Soviética, hacia mediados de los setenta, el sociólogo francés Emmanuel Todd pronosticó en su libro La chute finale el derrumbe de aquel todopoderoso sistema basándose, entre otros indicadores, en el crecimiento sostenido durante cierto número de años de los índices de mortalidad infantil, una circunstancia de apariencia menor que el estudioso tomaba como condensación de desajustes de gran calado en el conjunto de aquel entramado social. Hace un par de años publicó en Gallimard un nuevo estudio de esa clase, ahora centrado en Estados Unidos, y parece que los datos al respecto son más o menos homólogos, así que bien pudiera ocurrir que en la primera quincena del siglo próximo ese gran pais se convierta en una triste copia del que imaginara Ridley Scott para su espléndida Blade Runner.

Ignoro si en nuestro país, tanto en sentido amplio como en el más tediosamente local, algún temerario distinto a Lluís Aracil realiza trabajos de esa clase y con idéntico poder de anticipación veraz, pero lo que parece inquietante es que nuestra sanidad pública pudiera estar reflexionando sobre la conveniencia de erradicar los problemas de la tercera edad mediante la argucia de demorar de una manera significativa la aplicación de los derechos asistenciales que convienen a un Estado del bienestar poco dispuesto a claudicar de una definición, a lo que se ve, redefinida cada vez más como onerosa. Pero la cosa no parece dirigida únicamente contra los ancianos. Una cierta dejadez, un volátil desánimo, una sensación de postrimerías, la misma que se observa en las casas a punto de ser abandonadas, parece asolar tanto las consultas de asistencia primaria como las de los centros de especialidades, por no hablar ya de los macrohospitales, pese a los esfuerzos de tantos profesionales de la medicina que lo mismo se han dejado media vida intentando atender los problemas de salud de la población como se supone que es debido y en la medida de sus fuerzas.

Con la casi siempre inquietante proliferación de detalles acerca del desconcierto en la sanidad pública viene a suceder como con los hábitos de los bebés, que todos los padres pasan por la tentación de considerarse un caso único hasta que tienen ocasión de chismorrear con las personas que se encuentran en una situación parecida. Para algo deben valer los sobresaltos compartidos. Pero así como el ocasional intercambio de experiencias sobre la crianza de las criaturas simultanea inquietudes y alegrías, ofreciendo en conclusión un resumen llevadero y muchas veces hasta alentador si se comparan las incomodidades propias con las ajenas, el panorama cambia radicalmente cuando se tiene ocasión -y antes o después siempre se tiene- de comentar sucesos acaecidos en los inescrutables espacios de la consulta médica.

Hay casos escalofriantes, cuyo rosario de sórdidos detalles bastaría para arruinar para siempre una vida sometida a los dictados de esta clase de seguridad social. Algunos llevan a cuestas durante años la resignación de una condena que parece inexorable, otros se aturden ante la indefensa extrañeza que los sumerge de pronto en el territorio hostil de lo incomprensible. Y no menciono los casos sin remedio. Un cirujano cerebral -y favor le hago de prescindir por una vez de las negritas- de mucho nombre pasa visita cada mañana en la sala de un gran hospital y durante un mes interminable se dirige con afabilidad fingida a una mujer de treinta años, que ha perdido el habla entre más cosas a causa de un tumor maligno, largándole un risueño "¿Y que nos cuentas hoy?", ante el llanto incontenible de la enferma que ha perdido el habla pero no el entendimiento; una mujer que durante tres días consecutivos acompaña a quirófano casi de madrugada para una intervención de corazón a vida o muerte a su marido, quien se despide de sus familiares, lo preparan, lo entintan y en el último instante se aplaza todo hasta mañana y hasta mañana y hasta mañana porque no hay una cama de UCI disponible; una embarazada de alto riesgo que en el último momento salva su vida y la de su hijo gracias a una enfermera amiga que de pura casualidad estaba de guardia esa noche y adivinó el posible desastre que sus jefes debieron prever. Y más cosas que podría contar su tuviera algo de tranquilidad. ¿Casos excepcionales? Habría que ir con la pregunta a los profesionales de la medicina pública que a duras penas soportan una situación que los minusvalora sin remedio, porque estas cosas se saben y se comentan y se difunden a media voz por los interminables pasillos hospitalarios. Y en cuanto a la demagogia, consiste en todo lo contrario a un relato que desdeñe el azar como factor primordial en la asistencia médica. Muchas veces, más de las que se pueden cuantificar como errores desdichados, convendría alertar al juez de guardia antes de ponerse en manos de algunos equipos sanitarios de titularidad pública.

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