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Holocausto animal

ENRIQUE MOCHALES

Pocas cosas hay ya en este mundo que nos revuelvan el estómago. Estamos acostumbrados a ver morir a gente acribillada a balazos, despedazada por una bomba, torturada o, simplemente, degollada como en tiempos bíblicos. Hemos adaptado nuestro estómago, como si fuera un paso más de la evolución de la especie, para asimilar nuestra propia bestialidad. Y, no obstante, siempre habrá una imagen televisiva que supere a la anterior y nos cause la náusea. No aprenderemos nunca. En mi caso, han sido unas imágenes recientemente aparecidas en los medios, que esta vez no retrataban una masacre humana, sino un pavoroso holocausto animal.

Todavía resuena en mis oídos el comentario de que las personas que quieren mucho a los animales quieren poco a la especie humana. Los que defienden esta teoría, que parece haber sido extraída del libro Guiness de las idioteces, señalan siempre como ejemplo a la abominable Brigitte Bardot, recuerdo de otra época, que no supo asimilar su fama ni su sex-appeal. Una mujer amargada y llena de odio por sus semejantes que, sin embargo, adopta burros, perros y gatos en compensación, para tener alguien a quien amar. No quedan ya palabras para discutir esta teoría. Prefiero pensar que esta opinión viene avalada por la ignorancia, y que está envuelta de la insensibilidad más absoluta, que toma la excepción como ejemplo con un descarado oportunismo.

Multitud de animales sufren un verdadero calvario a la hora de viajar en camión o barco hasta su último destino. Los pocos que quedan vivos han recorrido la mitad del viaje con un cadáver al lado, y llegan en pésimas condiciones. Esto es un hecho. Un holocausto animal que podría incluso repercutir en la salud del consumidor.

La Coalición Europea para la Defensa de los Animales de Granja (CEDAG) ha iniciado una campaña para exigir el cumplimiento de la directiva comunitaria sobre transporte y sacrificio de animales para consumo humano. El vídeo que esta organización presentó en Barcelona, era un escalofriante documental sobre la crueldad humana, que no tenía nada que envidiar a una película de terror.

¿Alguno de ustedes ha comido alguna vez un perrito caliente o una hamburguesa? Los cerdos, animales considerados muy inteligentes, cuyos órganos se parecen mucho a los de los humanos, viajan al matadero durante cuarenta horas hacinados en camiones, muriendo por asfixia, sed o aplastamiento. Así mismo, los caballos son transportados a distancias impensables y llegan, vivos o muertos, tras noventa horas de viaje -sí, noventa- amontonados en un camión oscuro, insalubre y sin apenas agua. En mi mente ha quedado grabada a fuego la escena televisiva de un caballo al que se le enganchó la pata en una rejilla y obstaculizó con su cuerpo la salida del camión al llegar al matadero. Uno de los hombres que se ocupaba de las reses blandió un hacha por encima de las cabezas y le cortó la pata a hachazos al animal. Es un consuelo pensar que tal vez, en otra vida, este ser humano renazca reencarnado en un caballo destinado a convertirse en hamburguesa, o en un cerdo camino del matadero.

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No quedan ya palabras para rebatir al que no comprende que se arme tal revuelo por unas simples bestias. En su lucha contra la indiferencia, la CEDAG trabaja para que se adopten medidas. El cese de tal aberración pasa por emplear a más inspectores de reses y reducir el viaje a un máximo de ocho horas, aunque gran parte del problema se resolvería si las reses se sacrificaran más cerca de su lugar de origen. Se trata, si se quiere, de una simple cuestión de organización. Pero ante todo es necesario educar al ser humano en el respeto a los animales, y en lo que es, si cabe, una de las aspiraciones más genuinas del hombre: la lucha contra el sufrimiento, sea humano o animal.

El ser humano que no es capaz de sentir compasión por sus semejantes, hombres o animales, no es consciente de que todos estamos hechos de los mismos átomos, y es, cuando menos, sospechoso de cierto tipo de psicopatía.

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