Pinochet y los muertos de la historia
Cuando el general Augusto Pinochet Ugarte hizo desaparecer a miles de presos políticos que sus servicios de seguridad habían secretamente asesinado, dejándolos así sin sepultura, no podía anticipar ni en sus más tristes pesadillas que estaba cavándose -¡asombrosa ironía y jugarreta de la historia!- su propia tumba. No tenía cómo saber que décadas más tarde serían precisamente esas desapariciones las que iban a permitir su desafuero por una Corte en Santiago, abriendo el camino para que el ex dictador fuera juzgado en el mismo país al que había malgobernado durante diecisiete años.Esa obstinada práctica de no entregarle a los familiares los cadáveres de sus deudos tiene que haberle parecido originalmente a Pinochet y a su séquito una idea genial. Las autoridades podían matar a mansalva a sus adversarios y no tener que asumir la responsabilidad ignominiosa de haber cometido esos vejámenes, podían ejercer el poder total y, simultáneamente, presentar ante un público nacional e internacional una imagen pulcra e inocente, insistiendo en que tales horrores eran inventos de los opositores. Se rechazaba el habeas corpus porque, de hecho, no había corpus, no había cuerpo ni restos ni evidencia y tampoco había, por ende, víctimas o verdugos. Lo que sí había era terror. Un terror alucinante, porque todos los chilenos entendían lo que de veras había pasado y seguía y seguía pasando interminablemente, más allá de los desmentidos oficiales, en algún oscuro sótano o un lejano desierto. Seguía y seguía pasando: ahí estaba la torcida lógica de la represión. Cuando Pinochet hizo esconder los despojos de los detenidos, él estaba condenando a los parientes al infierno de la peor incertidumbre, forzándolos a ellos y al resto de la población a imaginar, una y otra vez, aquella cosa innombrable que todavía podía estar sucediéndole a los remotos y cercanos cautivos. Con esto, la tortura dejaba de ser algo meramente físico para convertirse en algo que ocurría en el interior incesante de cada ciudadano. Esas desapariciones terminaron simbolizando para muchos de nosotros la desaparición de un país entero, de un Chile de libertad que se quería matar para siempre.
Pinochet estaba seguro de que él podía llevar a cabo esos atentados contra sus semejantes -y además burlarse de su dolor cada vez que le venía en gana- porque se sentía impune. Impune porque tenía las armas e impune también porque se había auto-otorgado una amnistía por los crímenes que pudieron haberse cometido durante los años más terribles de su dictadura. Es particularmente maravilloso, entonces, que sean esos cuerpos supuestamente muertos, aquellos desaparecidos, los que ahora se han convertido en el instrumento de un posible castigo a Pinochet y a sus cómplices. Los jueces chilenos han decidido, en efecto, interpretar la desaparición de esos prisioneros como un secuestro perpetuo, algo que sigue sucediendo hasta que no se haya probado lo contrario, un crimen que no ha dejado de suceder, que está sucediendo ahora mismo y que no va a cesar hasta que aparezcan los detenidos. Es decir, Pinochet tendría que probar que él mató -o mandó matar- a esos presos políticos, traer a la luz los cadáveres, desenterrarlos, sacarlos de los ríos y los mares, para que los tribunales pudieran aplicarle su propio indulto. El tirano queda deliciosamente atrapado en su propia astucia malsana, acorralado por su propia crueldad.
Este nuevo vuelco en el caso Pinochet se debe a múltiples factores. Ante todo, a la pertinaz lucha de los familiares, que siempre se negaron a aceptar la muerte definitiva de sus seres queridos. Y fueron acompañados en su búsqueda por vastos grupos de chilenos democráticos que entendían que mientras esos cuerpos siguieran sin un funeral, una residencia real en esta tierra, no habría reconciliación posible. No hay que olvidar, sin embargo, que este gran movimiento social hacía años que exigía justicia sin que se lo escuchara. Lo que hizo reaccionar a la maquinaria del Estado, al Gobierno chileno y a los tribunales, al Ejército y a la derecha chilena pinochetista, fue la inverosímil detención del General en Londres por órdenes de Baltazar Garzón en España. Ese largo juicio de extradición de nuestro ex dictador -además de establecer el principio universal de que los gobernantes no tienen inmunidad cuando cometen crímenes contra la humanidad- presionó a los chilenos para que por fin se hicieran responsables ellos mismos de dar solución a los problemas de derechos humanos que se venían arrastrando desde el pasado. El hecho vergonzante de que el mundo entero estaba juzgando a Pinochet mientras nosotros no lo habíamos hecho cambió en forma drástica el clima moral de la República. Juraron todos los políticos, además de las autoridades de los tribunales, que era necesario y posible enjuiciar a Pinochet en Chile, y cuando los británicos liberaron al ex dictador por razones de supuesta mala salud se habían creado las condiciones políticas para que se llevara a cabo su desafuero.
Todavía es muy temprano adivinar cuáles serán las consecuencias de esta decisión de los jueces chilenos, si acaso habrá o no un verdadero juicio, qué tipo de presión montarán ahora las Fuerzas Armadas chilenas y los poderosos seguidores de Pinochet, que siguen controlando buena parte de la economía y de los medios de comunicación de Chile.
Pero hay una secuela ética de este desafuero que nunca más nadie podrá ignorar y que importa para todo el planeta: la estrategia de hacer desaparecer a los opositores políticos, esa violencia extrema que se ha ejercido en tantos otras desafortunadas latitudes, ha fracasado en forma terminante. Esta nueva victoria en contra de la impunidad les pertence, entonces, sobre todo a nuestros desaparecidos, aquellos detenidos que se negaron a aceptar el destino de olvido que un dictador preparó para ellos, aquellos hombres y mujeres que increíblemente siguen con vida más allá de la muerte.
¡Los muertos que vos matasteis, General, gozan de buena salud!
Ariel Dorfman es escritor chileno.
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