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El intervencionista

Joaquín Estefanía

Envuelto en el guante de seda del liberalismo llega muchas veces el espíritu intervencionista, tan familiar en la historia de España. Intervenir no para aplacar los excesos del mercado (intervencionismo progresista), sino para mediar a favor de los intereses particulares del poder político (intervencionismo espurio: arbitrismo).La historia de la Telefónica de Juan Villalonga (también la anterior, pero entonces no era una empresa privada) es la de un arbitrismo continuo. Nombrado presidente por su amistad de pupitre con Aznar (Villalonga no poseía el currículo adecuado para liderar la primera multinacional española), consentido en su continua fuga hacia adelante en la creación y destrucción de equipos profesionales y en alianzas internacionales que no se sustanciaban (y estimulado en la creación de un grupo multimedia afín al PP: sector privado gubernamental), Villalonga se encontró con las dificultades y la erosión cuando pretendió distanciarse del poder político que le había encumbrado.

El Gobierno ha intervenido en Telefónica a favor de Villalonga cuando ello le interesó, y ha intervenido en su contra cuando pensó que podía perder el control de una compañía que tiene una capitalización bursátil de casi 14 billones de pesetas. El cortocircuito entre el Gobierno y Villalonga se propagó en el momento en que firmó, pocos días antes de las últimas elecciones generales, el acuerdo de Telefónica con el BBVA. La negativa del Gobierno a apoyar ahora a Telefónica en su fusión con la holandesa KPN, aunque argumentada en la razón objetiva de evitar que una empresa recién privatizada vuelva a tener capital público (en este caso holandés) aparece trufada de sospechas, contradicciones y aires de venganza. Una cosa es usar la acción de oro (posibilidad de bloquear decisiones en empresas formalmente privadas) -que puede entrar en contradicción con la opinión de la Comisión Europea, como se acaba de ver en el caso de Telefónica y en el bloqueo de una OPA sobre Hidrocantábrico- y otra presionar a los principales accionistas del núcleo duro y a los consejeros independientes (algunos de los cuales ya habían dado el visto bueno a la operación en la comisión delegada) para que dijesen "no" a la propuesta de su presidente. Una reflexión paralela tiene que ver con el silente entreguismo del empresariado español a las presiones gubernamentales.

La fusión de Telefónica y KPN era considerada muy buena por los técnicos del sector: aumentaba el tamaño de la sociedad resultante, en la que Telefónica era la entidad que absorbía y no la absorbida; multiplicaba su potencia en teléfonos móviles (los japoneses de NTT se han aliado con KPN en el negocio de móviles inmediatamente después de la ruptura con Telefónica); y conseguía, a través de la holandesa, una excelente plataforma para penetrar en Europa del Este.

La frustrada operación conlleva algunas preguntas añadidas: ¿por qué no quiere hoy el Gobierno la presencia coyuntural de capital público en empresas privatizadas y miró hacia otro lado cuando eran las empresas públicas españolas las que compraban empresas privadas latinoamericanas, una tras otra? A partir de ahora, cuando una multinacional de las telecomunicaciones quiera negociar con Telefónica ¿con quién tendrá que negociar?, ¿con el presidente de la compañía?, ¿con el presidente de Gobierno?, ¿con el ministro de Economía? ¿Quién asumirá la responsabilidad si Telefónica es absorbida finalmente por una multinacional?

Durante los años en que los socialistas tuvieron el poder se les criticó por su papel intervencionista en las fusiones de bancos; por ejemplo, apoyaron al Banco de Bilbao en la OPA que Sánchez Asiaín lanzó sobre Banesto, y alentaron la hipotética fusión del Banco Central y Banesto. Pero al final, ninguna de las dos operaciones se realizó. La intervención del Gobierno del PP ha frustrado de modo tajante la fusión entre Telefónica y KPN y la de una empresa alemana con Hidrocantábrico.

Urge aclarar las reglas del juego en lo que se refiere a la liberalización, la regulación y la competencia. Telefónica no ha sido precisamente un buen ejemplo de distinción entre lo público y lo privado.

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