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Tribuna:LA CRISIS EN EL PAÍS VASCO
Tribuna
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Un modelo de paz

Antonio Elorza

A la hora de extraer las enseñanzas políticas del asesinato de José Luis López de Lacalle, Joseba Egibar no se inmuta: "Lizarra es un modelo de paz". Lástima que ETA haya retirado "la aportación" (sic) que hizo con su tregua; sin ese pequeño inconveniente, y, por supuesto si ETA repone su "aportación", el avance hacia la paz se encuentra garantizado. Sólo falta una acción de gracias a la organización terrorista por haber sabido marcar al PNV la senda política que ha de conducir al venturoso paraíso-walhalla de los euskaldunes independientes desde Bayona hasta el Ebro. El lehendakari Ibarretxe tampoco se queda corto a la hora de servirse de un lenguaje donde las palabras dicen lo contrario de lo que parecen decir: "Es preciso que las armas callen para que Euskadi pueda lograr su normalización política". Es decir, "que las armas callen", una nueva tregua, para conseguir el objetivo de una "normalización política", sin duda la que expresan los contenidos de Lizarra, claramente diferenciada de la democracia realmente existente en la comunidad autónoma vasca a pesar del terrorismo. Pues, si en otro momento va más allá y dice que ETA "debe desaparecer", no por eso propone siquiera la suspensión del pacto mientras ETA siga asesinando.En el fondo es terrible. El PNV y el Gobierno vasco han aprendido en dos meses a ejecutar el ritual de la condolencia, dan muy bien el pésame y saben poner caras tristes, pero se mantienen arrastrados por el río sin retorno en cuya corriente decidieron seguir en el momento crucial del asesinado de Fernando Buesa. Los documentos publicados en las últimas fechas dejan las cosas perfectamente claras. En Lizarra no se acuerda nada. Todo vino dado por el pacto secreto que en agosto suscriben ETA, el director de orquesta, PNV y EA: por el plato de lentejas de una falsa tregua, los partidos nacionalistas democráticos entregan la lealtad al Estatuto gracias al cual gobiernan, rechazan la alianza con otros partidos como el PSOE y asumen la constitución de un frente nacionalista por la independencia no ya de Euskadi, sino de la mítica Euskal Herria, con el brazo político de la organización responsable de los crímenes terroristas. Sólo hay diferencias en las tácticas, persistentes hasta hoy, pero que no impiden que el proyecto político común sobreviva a todos los avatares, incluso a la reanudación de los atentados. Los comportamientos electorales, las preferencias políticas de los ciudadanos vascos, reflejadas una y otra vez en las encuestas, de nada sirven. Perdón, sirven para algo, para definir la perspectiva de una depuración de la ciudadanía vasca, consiguiendo que sólo los auténticos vascos, los nacionalistas, decidan el futuro de Euskadi, con la exclusión de los extraños. Si a esto sumamos la permanente intimidación dictada desde ETA en el terrorismo de baja intensidad, contemplada pasivamente desde el Gobierno vasco, la conclusión no puede ser optimista: sometido a las exigencias de Lizarra, y con el aval del PNV, el Gobierno vasco es hoy un cómplice pasivo de las prácticas nacionalsocialistas y terroristas amparados por sus aliados de HB y EH, correa de transmisión política de ETA.

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Ningún Gobierno democrático debe mantenerse en el poder si está en minoría parlamentaria, y mucho menos si de hecho se apoya en un pacto político cuyo contenido viola las instituciones en función de las cuales ejerce el poder y que le liga a quienes son simples instrumentos del crimen político. Nadie reprocharía al PNV que hubiera fracasado en una apuesta arriesgada por la paz si la misma al fin no logra sus propósitos; la censura tiene que ser, en cambio, inexorable si desde las instituciones que controla no se hace lo necesario para suprimir el terrorismo, aislar políticamente a sus servidores tipo HB y defender a toda costa los valores democráticos. Por no hablar de la insensata labor de dirigentes del PNV en la legitimación de la campaña emprendida por ETA contra la libertad de expresión. Claro que, por lo dicho últimamente por Arzalluz sobre emigrantes, invasores y votos no nacionalistas, tenemos al nacionalismo democrático en un nivel inferior al que en Francia muestra un Le Pen. Ni la democracia española, ni el autogobierno vasco, ni, por supuesto, la construcción nacional de Euskadi se merecen semejante disparate, que, de proseguir con los rasgos actuales, haría aconsejable que en la defensa de los derechos humanos por las vías que simboliza el juez Garzón alejásemos la vista del Cono Sur para mirar hacia nuestro norte. No es ya una cuestión de simple debate político.

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